Opinión

Pedro Sanchez, decúbito supino

Las pistas de esquí se han convertido en un simpático y navideño mitin anti-Sánchez

Tal vez sea porque las caídas, más allá del dolor o el patetismo, nos recuerdan que nadie está demasiado elevado sobre el suelo, ni siquiera desde la Moncloa, pero hay algo profundamente humano en reírse cuando alguien se cae. Es automático, instintivo, catártico. Somos asquerosos y, en general, nos compensamos o equilibramos con la mierda ajena, sobre todo cuando no es grave y, en sumo grado, si el protagonista, venido a tierra, es Pedro Sánchez. Si el resbalón ocurre en la nieve, con plumífero inflado azul parchís, silueta “dónde está Wally” y gorro volador, mejor que mejor.

Si algo define al líder en un país, no son sus reformas, ni sus discursos, ni de ninguna manera su facha o sus trajes impecables o decepcionantes. Es su capacidad para caer bien o mal, y nuestro presidente tiene un talento innato para lo segundo. Este año, Pedro ha decidido llevar su pasión por el snowboard a las níveas laderas de Cerler junto a su imputada y amada esposa, familia y amigos, donde su cuerpo, cayendo repetidamente de culo sobre la nieve, mientras los lugareños y visitantes lo abuchean, ha sido un dulce bálsamo para quienes tienen ganas de olvidar.

Pedro se complace en las montañas: "lo estoy pasando bien aunque no me creas". Acompañado por su envidiable autoestima y su inadmisible halo de justicia y bondad, Pedro intentó disfrutar de unas merecidas vacaciones por ser tan guapo. ¿Una elección estratégica o un mal cálculo? Las pistas de esquí se han convertido en un simpático y navideño mitin anti-Sánchez, donde los esquiadores se han turnado entre descensos, burlas y pitas. ¡Tendrías que estar en la cárcel!, le gritaban, por ejemplo, mientras él, en un perfecto giro irónico, perdía el equilibrio y acababa deslizando su trasero institucional sobre el manto inmaculado.

Más allá de los espontáneos, las groserías y las risas, las vacaciones de Sánchez son un reflejo del desgaste político de un hombre que no puede permitirse (salir de casa) ni un resbalón más sin que le caiga por todos lados. Porque algo tan simple como una caída en la nieve contiene y, a su vez, proyecta la percepción pública de un ser detestado: un símbolo de arrogancia que patina en su desconexión con la realidad.

Pero ¿qué hace que Pedro caiga tan mal? No es el snowboard, claramente, sino la mezcla de su aplastante indolencia y ese aire de violenta inviolabilidad. Una fórmula que lo ha llevado a ser admirado por unos y detestado por otros en proporciones épicas. Para sus fans, es el líder mesiánico que toma decisiones difíciles y se toma un respiro. Para sus críticos, el hombre que siempre está donde no debe, ya sea en un estadio, en una pista de esquí o, por supuesto, en la Moncloa.

Bajo el sol y la tormenta, Pedro se levanta una vez más, sacudiéndose la nieve y esbozando una sonrisa digna de galán de telenovela turca, y nosotros, atentos cronistas, no podemos dejar de preguntarnos: ¿qué estará pensando?

Gobernar y esquiar tienen algo en común: es inevitable despeñarse. Y mientras Sanchez se escurre por las laderas de su propia vida política, hay algo que nos enseña esta escena invernal: que la política no es cuestión de cuántas veces tropiezas o te levantas, sino de cuántos votantes españoles están esperando a que vuelvas a caer.