Parresía

El poder de la nostalgia

En tiempos de gran incertidumbre, mirar al pasado nos reconecta con nuestras raíces

Viernes Santo, amigos. Un día de luto y de reflexión para los cristianos de todo el mundo y, en todo caso, una jornada festiva para millones de almas. Me alegra que la mayoría de quienes me ojeéis hoy lo hagáis más relajados que de costumbre. Ya tendremos tiempo de volver a estresarnos y de evaluar cómo de fuerte ha tirado del carro nuestro próspero sector turístico en Semana Santa, las consecuencias arancelarias del viaje de Giorgia Meloni a La Casa Blanca, la evolución de los casos de corrupción que nos rodean y demás historias que ocupan habitualmente los informativos, en estos tiempos tan inciertos.

Por primera vez en décadas, descanso estos días en Madrid, en el mismo territorio donde trabajo. Y desde aquí, en pleno intento de desconexión, vuelvo un ratito con vosotros para confesaros que, sin ser yo una «capillita» –practicante de la fiesta cofrade–, siento que la vida fluye a una injusta velocidad, y me descubro evocando capítulos poderosos de la infancia, incluido el paisaje que ofrece estos días mi tierra.

En tiempos de gran incertidumbre, mirar al pasado nos reconecta con nuestras raíces. En mi caso, abril era el mes para volver a tostarnos al sol en la playa. Abril sonaba fuerte, a orquesta de barrio plagada de tambores y trompetas, con sus cientos de horas de ensayos a cuestas. Abril, en Cádiz, olía y huele a mar, a incienso en sus calles más estrechas. A ratos, a jazmín y al azahar de las casas. A ratos, a cera quemada en manos de penitentes con guantes y capirucho, que podían ser tus primos o tus amigos de clase.

Ni mi hermano ni yo pertenecimos jamás a una cofradía gracias a mi padre, gallego de procedencia. Él, que respetaba todas las costumbres y creencias maternas, puso dos condiciones: sus hijos no serían penitentes, ni irían a un colegio de monjas. No arrastramos traumas, al contrario. Pero, con el paso de los años, sus hijos nos hemos emocionado hasta las lágrimas viendo llorar a nuestro propio padre, admirando el paso del Cristo de los Legionarios.

Quizá por todo eso hoy, Viernes Santo, felicito a quienes acompañan, cantan, rezan y aplauden, en cada calle, a cada figura que da sentido a su inmensa fe. Afortunados ellos. Yo misma cierro los ojos y se abre mi corazón al recordar, de madrugada, la talla del Nazareno, imponente, saliendo de la Iglesia Mayor de San Fernando. Echo de menos las sensaciones vividas en aquellos otros abriles remotos en vela, que se redondeaban siempre en el 44, desayunando chocolate con churros. Siempre he querido creer y, en el fondo, pienso que he creído, que creo. Y que gracias a eso acumulo resiliencia. ¿Quién dijo que la nostalgia no sana?