Quisicosas

De profundis

La soledad ha hecho de ariete donde el miedo tejía prudencia.

La mujer tiene una cita, por fin. Lleva semanas en las redes de contactos, esforzándose en bajar sus defensas porque le han advertido de que se sufre, hay impresentables, hombres con dobles relaciones o que fingen afecto. La soledad ha hecho de ariete donde el miedo tejía prudencia. Y va a la peluquería y oculta las raíces, va a los chinos y se hace las uñas, compra una falda nueva (hace mucho que no lleva falda). Un sérum facial, un buen perfume y un poco de tacón. «¡Qué guapa eres!». Él parece deslumbrado y a ella le recorre un calor ubérrimo, que le hace apetecer la vida. Él ha buscado un restaurante caro a través de esas aplicaciones que dan descuentos, es ducho. En las copas se ponen a bailar y fluyen los ojos, las manos, las bocas. Cuando determinan irse al hotel ya hay incendio entre las pieles. En la comida él ha hablado de sumisión, hay tantos gustos en la cama, le ha contado de los amos y las pupilas, la lista de órdenes, la entrega total. Son cosas nuevas, como los tríos, ese sueño masculino universal, no hay diferencia con los ligues de los bares, ya somos mayorcitos. Nota olor a fritanga, como si él hubiese repetido ropa. En la cama la coge fuerte del pelo y ella duda, no es su juego. Decide seguir un poco y, una vez desnuda, él propone que deambule a gatas y tiende las piernas sobre su espalda, de tan ridículo es hasta divertido. Le pilla de improviso la bofetada y aún así gime, tal vez para darse tiempo. No sabe muy bien por qué lo hace. Por un instante piensa en la recepción, pero apenas ha entrevisto un perfil cuando mostraron los carnés desde la ventanilla del coche, luego circularon hasta un patio que daba directamente a la habitación. No debe haber recepcionista al uso. Cuando él le tapa la boca forcejea, pero eso parece complacerle. Ella ignora si quiere o no seguir, tal vez carece de novio por falta de audacia, o puede que ese malestar sea la señal para coger la ropa desperdigada, vestirse en el ascensor interior, salir de allí aunque le toque pedir una taxi a pie de carretera, estos hoteles están siempre las afueras. Se incorpora y él la derriba, se ríe, la abraza y termina lo que empezó. Hay tristeza cuando vuelven al coche y ella no recuerda que fuese un ingrediente deseado, en su corazón hay un grito languideciente que no se apaga. Él no llama más, ella sabe que es mejor y que nunca nadie habrá escuchado las palabras con las que balbucía que no, ni visto sus gestos. No tiene marcas, la pegó con cautela, la empujó de broma.