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El buen salvaje

Qué majos los políticos: nos aplauden por ser borregos

Podemos ser héroes y tan tarugos que casi una semana después no hemos tenido a bien convocar nuestro propio apagón o un concierto de cacerolas

Orgullosos de ser españoles. En la pandemia, en el apagón, ante la derrota en el fútbol. La cantinela de que somos el mejor país del mundo resulta agotadora, cansina y hasta vergonzosa. Las playas paradisíacas de Haití anticipan el infierno a poco que los pies se queman en la arena y aquí parece que no se cuentan los muertos por igual; a algunos les faltan y a otros les sobran dedos. Está bien que en circunstancias adversas el común no pierda los nervios ni la solidaridad a los cinco minutos del fin del mundo y se lance a morder al vecino como salido de una cueva de zombis. Vale. Pero que nuestro gran valor sea jodernos bebiendo la última cerveza que nos quedaba no dice muchas cosas buenas de nosotros si no fuera acompañado por la súbita petición de responsabilidades al día siguiente. No es de extrañar que muriera Manolo el del bombo; Dios lo tenga en su gloria.

Maquiavelo dejó escrito que «el vulgo se deja cautivar siempre por la apariencia y el éxito», pero en el caso del día del apagón lo que tuvimos enfrente fue la imagen de nuestra decadencia en la que se regodeó el príncipe Médici Sánchez que pareció un vampiro saliendo a hablar cuando la luz se ocultaba, no fuera a ser que le clavaran una estaca. ¡Hasta Feijóo, ese hombre que ha perdido fondo sin gafas –quién le mandaría cambiarse el «look»– estaba contento por parecer contenido! En el fondo, más que solidarios y tolerantes pareciera que padecemos alexitimia, dícese de la incapacidad para sentir, lo que nuestros mayores llaman estar sin sangre.

Empieza uno a verse como un borrego que sueña con otro borrego porque no puede dormir. El opio de España es la pasividad. Juan Ramón Jiménez estaba enganchado (al opio) y taladró versos de espuma. Habría que revisar los desagües para ver cuán lejos ha llegado el cannabis a los cerebros de amapola. Podemos ser héroes y tan tarugos que casi una semana después no hemos tenido a bien convocar nuestro propio apagón o un concierto de cacerolas. Con lo que le gustaría a la SER la música popular si la culpable fuera Ayuso. Asimilamos desastre tras desastre como si estuviera en nuestro destino resistir no a la calamidad, sino a la política. La anestesia no es más que el mejor tratamiento en el que un partido sueña para que seamos, al fin, sus ovejas eléctricas. Hemos caído en la desidia de la amoralidad estatal. Menos orgullosos, pues, de no hacer nada, si acaso rascar un poco de calderilla en una gasolinera. Está bien acabar con la cerveza siempre que luego se miccione como una guillotina.