El buen salvaje
La semana de pasión de Santa Catalina
Los británicos, y el mundo todo, ha aprendido, de nuevo, que los príncipes también lloran y, lo más importante, que no pueden vivir sin ellos
Los príncipes tienen derecho a su vida privada. Se llega a creer que «como cobran del erario público» han de estar siempre presentes para el deleite plebeyo y la chirigota global. También pagamos a todos los funcionarios y no están veinticuatro horas a nuestro servicio. Al final, resulta que los reyes van a ser como las antiguas chachas, que fregaban cuando se lo decían los señoritos. Hemos tomado el papel soberano de poner el pulgar hacia abajo cuando no nos gusta la ropa que llevan los monarcas y hasta que no los veamos con la bayeta y de rodillas, al estilo Cenicienta, no se llenará el gozo.
Todo esto, llevado al paroxismo y la locura conspiranoica, fue lo que construyó un Armagedon periodístico que convirtió el cotilleo pueril en un arma de asesinar coronas en el «caso Kategate». Todos los comentaristas que aseguraban que detrás de tanto secretismo se escondía una infidelidad o un intento de suicidio han sacudido sus cuentas en las redes sociales hasta dejarlas en los huesos. Nada de aquello existió, válgame Dios. En estas semanas de zozobra la simpatía por la institución, y en especial por Kate, se ha disparado. Es de suponer que, tras el anuncio, habrá subido aún más. Kate ha mudado en Santa Catalina y ya no bajará del púlpito.
Los británicos, y el mundo todo, ha aprendido, de nuevo, que los príncipes también lloran y, lo más importante, que no pueden vivir sin ellos. Necesitamos reyes y princesas para que el imaginario continúe una ruta estelar que nos une a la primera tribu. En el debate entre monarquía y república se llega a la conclusión de que gana la figura de la primera y los valores de la segunda. A los presidentes o a los primeros ministros, salvo excepciones como Churchill o Thatcher, se los traga la historia, pero las cabezas coronadas, se recuerdan siempre, incluso las que pasaron por la guillotina. Suelen ser ellas, además, las más damnificadas por esa manía persecutoria. Miremos un instante a Zarzuela. A Dinamarca. Siguiendo a Shakespeare, el mayor psicoanalista del poder del alma regia, y a Copenhague, algo huele a podrido en esa sobreinformación sobre los ilustres tronos y en las caballeras de las consortes. Tienen derecho a lucir ojeras.
Cuando en el universo «people» triunfan maromos y macizas que enseñan el culo en «Onlyfans» es inevitable acudir al misterio y al «allure» que conservan las Casas Reales. Lo debió tener en cuenta el equipo de comunicación de los príncipes de Gales. Ahora que Catalina es santa sólo nos queda rezar por ella. Alteza, el mundo le da la bienvenida a esta otra vida.
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