Tribuna
Tercera lectura
En otras democracias los gobiernos no disponen según sus intereses partidistas de los instrumentos que les da el Estado para garantizar el orden económico, público y la defensa de la legalidad
Leía estos días la intervención de Nacho Cano tras el estreno de la nueva temporada del musical Malinche. Como sabrán, este verano ha sido noticia que la policía le detuvo por presuntos delitos contra los trabajadores y de favorecimiento de la inmigración irregular; a su vez algunos becarios que trabajan en el musical también acabaron en comisaría, donde –según la prensa– se les habría obligado a declarar contra su empleador, Nacho Cano. Y todo esto aliñado con otra conjetura que Cano dio por cierta desde el escenario: la operación policial no sería ajena a la persecución que desde el Gobierno se dirige contra familiares y amigos –este sería su caso– de la presidenta de Madrid.
Como deducirán, lo que denunciaba son hechos gravísimos, una puesta en escena agravada por los términos que empleó Cano para referirse a la actuación policial y a la actitud de algunos policías. Habrá que ver cómo acaba esto ante los tribunales. Pero lo relevante –y no es novedoso– es que son hechos que nos llevan a preguntarnos cómo actúa la policía. O dicho de otra forma, si actuaciones trufadas de intereses políticos, en definitiva, si puede que estemos ante una policía política.
La duda no ofende porque el pasado muestra que ha habido episodios policiales que encienden las alarmas: operaciones dirigidas frente a los adversarios políticos, policía «patriótica», detenciones previamente comunicadas a la prensa, mejor dicho, a la prensa amiga del gobernante. O lo que hace ya largos años vimos a propósito de informes policiales preordenados para evitar la ilegalización de ciertas formaciones abertzales o lo referido al 11M. Sobre esto último me remito al desasosegante libro La Cuarta trama, escrito por uno de los abogados de las víctimas en aquel proceso. Que yo sepa, nadie le ha contradicho.
En 2007, escribía en El Mundo y citaba una de las numerosas frases de Churchill: «la democracia es el sistema político en el cual, cuando alguien llama a la puerta de calle a la seis de la mañana, se sabe que es el lechero». Titulé el artículo «Pues no va a ser el lechero». Alertaba frente al Estado policial, en el que el ciudadano puede ser importunado interesadamente por el Poder y sus agentes, y no por delinquir. Hablo de un Estado que ostenta el monopolio de la fuerza, luego uno de sus instrumentos –la policía– debe emplearse alejado del partidismo. Por ese monopolio que ejerce, los abusos son más insoportables, si cabe, que la colonización de las instituciones.
También añadía que la policía goza de aceptación pero que si se deja instrumentalizar, aparte de perder su prestigio, serán los policías quienes acaben pagando los desvaríos, raras veces sus inspiradores o jefes políticos. Y como el mal –como el bien– puede ser expansivo, las cosas empeoran si esa instrumentalización va acompañada de otras, por ejemplo, de un Ministerio Fiscal que actúa como brazo ejecutor de estrategias no gubernamentales, sino partidistas. En ese artículo transmitía un temor: que una policía política, más una Fiscalía politizada, formen tándem, temor que se acentúa si se da el paso de enterrar al juez de instrucción para atribuir sus funciones al fiscal y que, además, ostente el monopolio de la acción penal.
En otras democracias los gobiernos no disponen según sus intereses partidistas de los instrumentos que les da el Estado para garantizar el orden económico, público y la defensa de la legalidad. Quizás nos estemos acostumbrando a que quien llame no sea el lechero; quizás vemos natural que lo hagan órganos reguladores de independencia puramente formal, policías pretorianos o fiscales sujetos al imperio de la oportunidad política. Si es así mereceremos esos y otros abusos; seremos dignos de ser gobernados desde el desprecio, porque en el fondo eso, y no otra cosa, es lo que siente por los ciudadanos quien patrimonializa el Estado.
Lo escrito en 2007 lo reiteré en La Razón en 2010 y titulé el artículo «Relecturas». Tras 17 años, con primera relectura incluida, desmoraliza que esas irregularidades lejos de ir a menos se expandan. En su último informe la fundación Hay Derecho expone cómo en estos años –y hasta hace bien poco–, el poder político coloniza organismos reguladores e instituciones o neutraliza los poderes que son garantía del necesario equilibrio o, en fin, se emplea la Abogacía del Estado no para defensa del Estado, sino de familiares y allegados del gobernante. Centrándonos en aquellas instituciones que están en el organigrama del Ejecutivo, me pregunto si es posible su neutralidad y si no es posible –decía en 2007, reiteré en 2010 e insisto ahora–, mejor es que caigan las caretas, mejor dejar de vivir de las apariencias y que no nos hagamos ilusiones: debemos saber, ser conscientes y estar avisados porque puede que quien llame no sea el lechero. Aun así pienso que esa neutralidad es posible.
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