El ambigú
De la Transición al Desencuentro
La solución está en redescubrir la España que supo ser solución para sí misma en 1978
España vive hoy un momento político que algunos califican, con cierta ligereza, como «refundacional». En efecto, asistimos a un intento, explícito o implícito, de reescribir los consensos que dieron origen a nuestra democracia en 1978. Pero, a diferencia de aquel proceso constituyente, que fue un ejercicio de reconciliación, de abandono de antagonismos y de búsqueda de puntos de encuentro, el clima actual parece orientarse hacia lo contrario: hacia el enfrentamiento y la erosión de las instituciones comunes. Si 1978 fue el pacto de la convivencia, hoy algunos parecen empeñados en un proyecto de disgregación. El proceso constituyente de la Transición fue el fruto de una conciencia colectiva: la de que España solo podría avanzar si todos renunciaban a una parte de sus certezas absolutas. Esa actitud, de madurez cívica y de sentido histórico, permitió construir un sistema político plural, descentralizado y garantista, que ha proporcionado a España el periodo más largo de estabilidad, prosperidad y libertad de su historia contemporánea. En los últimos años, se ha extendido un discurso revisionista que no busca perfeccionar aquel pacto, sino sustituirlo. Se cuestiona el Estado de las Autonomías, no para mejorarlo, sino para desmontarlo; se defiende el catalán, el euskera o el gallego no como lenguas españolas sino contra el español. Se denigra al poder judicial no desde una crítica técnica o legítima, sino como consecuencia de procesos que afectan al entorno de determinados dirigentes políticos, tratando de deslegitimar a las instituciones en función de su utilidad coyuntural. En este contexto, la política española parece haberse deslizado de las estrategias a las estratagemas. En el ámbito judicial se confunden las estrategias de defensa con estratagemas mediáticas o dilatorias, que pretenden desgastar a las instituciones más que esclarecer los hechos. El resultado es un ambiente de decadencia moral e institucional. Un clima en el que la política parece haberse vuelto inservible, donde se percibe una fatiga democrática y un malestar difuso que lleva a algunos a reclamar una especie de «nuevo comienzo», como si lo existente estuviera irremediablemente agotado. Pero no es así. España no necesita un nuevo proceso constituyente, sino una reconexión con el espíritu de aquel que nos dio origen. Porque frente a la polarización, a la crispación y al sectarismo, se alza la solidez de nuestro modelo democrático, que ha demostrado una capacidad de resistencia excepcional. La solución está en redescubrir la España que supo ser solución para sí misma en 1978. Nuestra Constitución no es un texto obsoleto, sino una estructura viva que ha permitido integrar diferencias, corregir errores y responder a crisis sucesivas –económicas, territoriales, sanitarias y políticas– sin romperse. Su fortaleza no radica en la letra, sino en el espíritu que la anima: el de la convivencia frente al enfrentamiento. Ese espíritu sigue vigente, aunque algunos se empeñen en enterrarlo bajo el ruido del enfrentamiento político o la manipulación de las instituciones. La amenaza más seria es que quienes deberían defender el orden constitucional pretendan desbordarlo desde dentro, utilizando los resortes del poder para erosionar las bases de la democracia liberal. Pero también ahí reside nuestra esperanza: España ha sabido defenderse antes de quienes quisieron imponer su proyecto por encima del interés general, y volverá a hacerlo. Superaremos el momento actual, y cuando lo hagamos, nuestra democracia será más fuerte. Lo será porque habrá resistido no solo a los ataques externos, sino a los enemigos internos que, desde las propias instituciones han intentado desgastarla. Volveremos a ser el país que incluso en sus horas más confusas sabe reencontrar el camino de la moderación, el diálogo y la libertad. En definitiva, no estamos ante un proceso constituyente, sino ante una crisis del espíritu constituyente y lo recobraremos.