Luis Alejandre

Las Españas

La Razón
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He sido privilegiado testigo, junto a un grupo de menorquines, de la visita de los Reyes a San Agustín de la Florida. Antepasados nuestros formaron desde 1777 parte importante de la población fundada por Pedro Menéndez de Avilés en 1565. La conmemoración de sus 450 años llevó a nuestros Reyes a la entrañable ciudad. San Agustín apareció engalanada con banderas españolas y gallardetes con nuestros colores en balcones, edificios y farolas. Alguien me dijo que había visto más banderas nuestras en dos días que en diez años en la propia España.

Desde el bello balcón del Palacio del Gobernador habló nuestro Rey en un perfecto inglés con medido acento norteamericano, algo que fascinó a los cientos de personas concentradas en la plaza mayor, porque San Agustín la tiene, con catedral incluida. Pero también habló en nuestra lengua: «Es un placer para mí hablarles en español». Los aplausos y vivas no eran ficticios. Allí estaba agradecido, bajo un sol asfixiante que presagiaba tormenta, todo un pueblo, toda una región. Estaban las Españas. No formamos una Commonwealth, ni un mercado común, pero hay unos lazos de cultura y sangre imperecederos, hoy incluso fuertemente impregnados en la nación norteamericana. Junto a nosotros aplaudían portorriqueños, salvadoreños, cubanos, por supuesto los descendientes de aquellos menorquines del siglo XVIII. Y norteamericanos que nos conocen. Entre los soldados vestidos de época que saludaron a los Reyes en el castillo de San Marcos, se encontraba como voluntario un antiguo coronel Agregado Militar a la Embajada de USA en Madrid –Jeffrey Jore–, orgulloso y emocionado por haber saludado a nuestros Reyes.

Nuestras constituciones recogían este concepto de las Españas. En el Estatuto de Bayona de 1808 –«en nombre de Dios todopoderoso Don José Napoleón, Rey de las Españas..»–; la de Cádiz de 1812, ratificada por Fernando VII, también aparecía como Rey de las Españas; en la de 1837 con la Regencia de María Cristina y en la de 1845 también como «Isabel II Reina de las Españas». Se pierde el concepto en la de 1869 tras la «Gloriosa», en la que ya domina el concepto de «nación española y en su nombre las Cortes Constituyentes en las que reside la soberanía», haciendo referencia a a las Provincias de Ultramar –Cuba, Puerto Rico y Filipinas– en el Título X. El concepto prácticamente lo recoge el Proyecto de Constitución de la República Federal de julio de 1873 que curiosamente añade Fernando Poo, Annobón y Corisco. Y la de la Restauración de junio de 1876, la «Constitución de los notables», obra de Cánovas, ya singulariza definitivamente el concepto al referir: «Alfonso XII por la gracia de Dios, Rey Constitucional de España». Referirá el gobierno de las Provincias de Ultramar al Título XIII del capitulado.

Se han dado amplias referencias a las palabras del Rey en su viaje a EE UU, del que podríamos extraer un más que positivo balance, con mensajes de respuesta muy claros como el pronunciado por el presidente Obama: «Queremos una España unida». Es parecido al pronunciado por el presidente colombiano, Santos, ante un grupo de empresarios españoles reunidos en Cartagena de Indias: «Si España se debilita, todos somos mas débiles». O el que firman un grupo de intelectuales iberoamericanos que apelan a los lazos históricos y culturales que nos unen. Recuerdan que Cataluña fue el hogar de Juan Grijalbo, que fundó y dirigió la editorial que lleva su nombre; recuerdan como Ramón Viñas enseñó la literatura de Faulkner a García Márquez; que tres de los cinco Nobel de literatura americanos –García Márquez, Vargas Llosa y Pablo Neruda– hicieron de Barcelona su segundo hogar. Se podría añadir a Rubén Darío o a Alfredo Bryce Echenique. Uno de los firmantes, el mexicano Enrique Krauce, descalifica los fundamentos del independentismo al decir: «El fanatismo de la identidad es el opio del siglo XXI; el nacionalismo es una variante común y patética de este fanatismo».

Regreso a la España de acá cuando leo que un director de cine, premiado y bien regado económicamente por nuestras administraciones, presume de no haberse sentido nunca español. Elige mal momento, cuando seis millones de españoles vibran con el –aunque recompensado– sacrificado comportamiento de Pau Gasol y otros compatriotas en el Eurobasket. ¿Qué les hemos hecho a esta generación de cineastas para que nos odien? ¿O es pura soberbia?

En momentos en que parece tambalear nuestro propio ser como España, no es malo mirarnos en el espejo de nuestros hermanos de la «otra España» que dejamos, en la huella imperecedera de quienes nos precedieron. Nuestros Reyes han querido rendirles el justo homenaje que se merecen.