Joaquín Marco

Sobre puentes y derribos

La Razón
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No voy a referirme a los siempre discutidos puentes de Calatrava, sino a los inmateriales que se mencionan como «de diálogo» y que se inspiran en el poema de Salvador Espriu de su libro «La pell de brau» («La piel de toro»), publicado en 1960, cuando todavía se fomentaban encuentros entre intelectuales de Madrid y de Barcelona con mutuas admiraciones. Se habían prodigado desde antes de la guerra civil española y se reanudaron poco después. Dionisio Ridruejo y Carles Riba se convirtieron en figuras emblemáticas antes de la Transición. Recuerdo con agrado las Jornadas de Sitges, pero no pretendo hacer historia, sino lamentar hasta qué punto aquellos deseos y la larga tradición –incluso en tiempos más oscuros– no lograron mantenerse. Quedan buenas intenciones que se invocan, aunque no se cumplan y oportunos contactos a nivel personal. Cabe admitir que hasta en el seno de algunos partidos, tan emblemáticos en el pasado reciente como el PSC, se crean «comisiones» para estudiar cómo ha de mantenerse lo que Iceta califica de fraternidad con el PSOE. Los puentes entre Andalucía y Cataluña (los dos graneros anteriores de votos socialistas) son frágiles como la Cataluña imaginada por Susana Díaz, que ha propiciado el mayor descalabro socialista. Si mentes más lúcidas que las de la Gestora y su presidente no lo remedian, los herederos del auténtico Pablo Iglesias van a estrellarse en los sólidos acantilados de un PP con gobierno y no sin dificultades. El PSOE espera que el tiempo cure heridas que, tal vez, demanden una cirugía urgente, aunque los tiempos no le convengan a la Sra. Díaz, que confía en que Sánchez se pierda por los caminos que conducen a las asociaciones de España convertido en espectro.

Tampoco existen puentes de diálogo entre la nueva administración republicana estadounidense y Europa. El nuevo presidente ignora –y me temo que desprecia– lo que supone Europa, porque los europeos renuncian a los puentes de diálogo entre sus socios. Resulta difícil cimentar en orillas escasamente sólidas comunidades tan distintas como la Europa lanzada a los devaneos nacionalistas y los EE UU, donde crecen casi todos los demonios: la xenofobia, el nacionalismo, la misoginia y el aislacionismo. Trump, pese a su carácter retrógrado y narcisista que anuncia su mandato, ha iluminado la escasa vocación unitaria de una Europa que sigue sustentándose como proyecto. Anteriores administraciones ya habían mostrado sus preferencias hacia Asia, en expansión económica, a la que Trump pretende, aunque no lo consiga, cortar las alas con el apoyo de Moscú. Los europeos nos hemos situado, por nuestro peculiarismo, al margen de los nuevos tiempos, en los que nos encontramos sin tener conciencia de ello. Cataluña, sin puentes por el momento, se ha convertido en el gran problema territorial de una España que se diseñó como se pudo en la Constitución. No hay comunidad, salvo Euskadi y Navarra –que van por libres– que no pretenda igualarse en derechos y financiación a Cataluña. Todos los españoles, se dice, deben ser iguales, salvo algunos; del mismo modo que la equiparación de ciudadano y voto tampoco se cumple, ni aquí ni en los EE UU, porque no todos las papeletas tienen idéntico valor representativo. Hillary Clinton ganó en votos a Trump, pero de nada sirve, dado el complejo sistema electoral estadounidense y el lema «Trump no me representa» que utilizan los manifestantes en las principales ciudades de los EE UU pone de relieve esta situación que no es nueva ni parece que pueda corregirse.

Cree Mariano Rajoy que Sáenz de Santamaría y Junqueras, en su nombre, podrán llegar a un acuerdo sobre la financiación catalana –el puente– que desarmaría al independentismo. Pero el problema no es ya la eliminación de aquel lema que irritó tanto al resto de los españoles, «España nos roba». Las últimas manifestaciones en Barcelona, orquestadas con la perfección que caracteriza a sus entes organizadores, conducen al desacato judicial, martirologio que resulta mucho más complejo que una mejora de presupuestos que, si se produce, quedará bajo la lupa del resto de comunidades. El simple anuncio de una relación bilateral entre Cataluña y el gobierno central se ha transformado en conflictiva. Alegar que España es una nación de naciones o avanzar en un sistema federal, como propone parte del PSOE, ha pasado de la utopía a la reconvención. El declinar de los socialistas ha situado ya en primera línea a Podemos, aliado a cualquier fuerza independentista, sin idea de estado-nación. No se avizoran puentes o deben ser tan frágiles que resultan invisibles. El papel de España en la Unión ha sufrido el natural desgaste del singobierno que hemos soportado y el futuro, de no mediar milagro, resulta oscuro, dadas las nuevas circunstancias internacionales, como un modelo económico que hubiera debido modificarse años ha. Se diluyen, a la vez, socialdemocracia y liberalismo a la vieja usanza. Quienes se definen ahora como neoliberales –y se les califica de «neocon»– defienden un capitalismo casi decimonónico y olvidan aquel centrismo que limitaba los excesos de las minorías más ricas y poderosas, carentes de la moral que la burguesía de antaño había defendido. El mejor ejemplo es el próximo inquilino de la Casa Blanca que ha decidido –porque los extremos se tocan– remunerarse con un dólar el complejo trabajo de gobierno como ya está comprobando, que supone liderar un mundo que avanza y retrocede a la vez, al que calificábamos alegremente de libre.