Elecciones en Estados Unidos

Tiempo de ira y desconcierto

La Razón
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Estos últimos días estuvimos pendientes de las elecciones estadounidenses, porque EE UU sigue siendo referente y condicionante de europeos y no europeos. Las estadísticas referentes a las preferencias de los españoles se inclinaban de forma muy mayoritaria por una victoria de Hillary Clinton sobre Donald Trump. Pero ni los españoles pueden votar en estas elecciones que significan el poder casi imperial, ni la sociedad estadounidense ni el complejo sistema electoral yanqui pueden compararse con los españoles. La campaña, a diente de perro, ha mostrado con claridad los temores ocultos de una sociedad multirracial que se sostiene sobre las heridas todavía abiertas de su Guerra de Secesión. Los votantes de Trump, el nuevo presidente, han demostrado que perduran el racismo, la xenofobia, el miedo a la globalización, el rechazo a nuevas tecnologías –que conducen al paro de la clase media-baja blanca en zonas industrializadas– y el temor a cualquier cambio en el ámbito rural. Su conservadurismo confundido con la pérdida de una supremacía mundial que alcanzaron tras la II Guerra y la pérdida de las colonias por parte de su madre-patria, la Gran Bretaña, es considerado en Europa de parafascista. Pero cualquier comparación entre la sociedad estadounidense y las europeas induce a una simplificadora falsificación. Observemos, en principio, que la mitad de los posibles votantes nunca acuden a las urnas. El descrédito de la política responde, además, a un individualismo, escéptico incluso sobre su seguridad, y, en consecuencia, defensor de la discutida Quinta Enmienda, la que les permite portar armas.

Trump no ha hecho otra cosa que utilizar su capacidad de «showman», artista del descaro y la ofensa, para trabajarse la nominación del partido republicano, eliminando las dinastías de Washington, y mostrarse como alternativa a un sistema que entiende corrupto y que aseguraba en campaña encarnar Hillary Clinton, anterior primera dama, Secretaria de Estado, mujer que podía exhibir una extensa lista de servicios a la nación, sin haberse apeado del coche oficial y de la protección de sus guardaespaldas. Trump, por contra, mostró su capacidad para generar millones con dudosos negocios inmobiliarios y hasta su habilidad para evadir al fisco, lo que allí y aquí produce admiración y envidia. Supo, además, servirse de la ira acumulada, soterrada en tantos ciudadanos, que no encauzaban las formaciones políticas tradicionales. La victoria de Trump habrá servido para favorecer ese fenómeno que, sin definición ajustada, calificamos de populismo y pretende haber destruido la que algunos entienden trasnochada diferencia entre derecha e izquierda. Mostró su faz en Gran Bretaña con el Brexit y en Francia con el lepenismo y hasta en Alemania, en los países que conformaban el Este comunista, en Austria o en los nórdicos, anteriores ejemplos de socialdemocracia. La desconfianza hacia el sistema de partidos se ha extendido por Occidente a medida que el neoliberalismo económico, que se originó en la escuela de Chicago, iba extendiéndose en los tiempos del hierro en las dictaduras pinochetista o argentina y hoy alcance incluso a antiguos guerrilleros nicaragüenses, como Daniel Ortega, que transformó su inicial revolución en una farsa bananera y hasta dinástica. Los Castro, a su lado, resultan un paradigma democrático.

Hay quienes añorarán la etapa del presidente Obama que alcanza su máxima popularidad al final de su mandato y que ha hecho campaña en las últimas semanas por Hillary Clinton. Bien es verdad que levantó la economía estadounidense, origen de nuestros males, sin tantos sacrificios como ha demandado Angela Merkel, que forzó el pacto sanitario, que sirvió a millones de estadounidenses, aunque Trump ha prometido borrarlo, aunque no logró, como había prometido, cerrar la vergüenza de Guantánamo y, tras el rapto de Bin Laden, que contempló, acompañado de algunos fieles desde una sala de la Casa Blanca, decidió acabar con su vida, al margen de cualquier ley. Son varios los claroscuros de su presidencia, aunque responden a la naturaleza misma de un sistema que tantos dicen aborrecer, aunque van a adentrarse con Trump en otros laberintos mucho más peligrosos. Una combinación de ira y desconcierto asola Occidente, como aquel viejo fantasma de Marx. Las sociedades europeas del bienestar, pese a todo, no son comparables a la estadounidense, aunque el miedo a los migrantes responde también al rechazo de un inevitable multiculturalismo. Los «trumpistas» iluminaron el rostro del nacionalismo más rabioso, pero su naturaleza resulta compleja. Nunca hasta hoy pusieron reparos a una inmigración intelectual que cobijaron sus universidades, repletas de Premios Nobel de importación, y de científicos de todos los países. Las elites no votaron por Trump porque representan su antítesis y Hillary Clinton logró superar al nuevo presidente en el número de votos. Pero se ha demostrado cuán indefensos estamos frente a la demagogia y hasta qué punto la incultura, que favorecen los nuevos medios, ha calado en el pueblo llano, indefenso e indiferente ante la inteligencia. La mediocridad de los políticos, la carencia de proyectos ilusionantes, la orfandad de quienes se consideraban progresistas –aunque sólo lo soñaran– no hace sino favorecer la presencia de energúmenos que, a derecha o izquierda, se consideran antisistema y anhelan su Trump. El nuevo presidente poseerá todos los resortes del poder: las dos Cámaras y hasta el Tribunal Supremo, aunque deberá restañar las heridas en su propio partido y los demócratas esforzarse en los años de penitencia que les aguardan. Al resto de países dependientes del Imperio sólo les cabe rezar. El mundo de las finanzas ya está apostando por el ganador.