Tribuna
El turismo y el suelo del fin del mundo
Por una miseria, esos agraciados visitantes no olvidarán mientras vivan que pisaron la fecha del fin del mundo
Este miércoles arranca en Madrid una nueva Feria International del Turismo. La cuadragésimo cuarta. Más de 9.000 empresas de 152 países se reunirán para intercambiar ideas sobre una de las actividades que mejor definen el mundo moderno. Hasta el siglo XIX, con la puesta en marcha de los cruceros por el Nilo de Thomas Cook, la gente nunca había viajado por el mero placer de hacerlo. Debíamos tener una buena razón para salir de casa: una peregrinación, una ambición política, militar o económica, una cruzada, quizá una grave circunstancia familiar o un propósito formativo como los «Grand Tours» que los hijos de las familias pudientes se regalaban para entrar en contacto con la cultura clásica. Muchos, por cierto, terminaban siendo viajes solo de ida.
Hoy, tras dos intensos siglos venciendo dificultades logísticas y motivacionales, quizá convenga repensar la fórmula. En España, en 2023, el turismo generó un 12,8% de nuestra riqueza total, moviendo más de 186.000 millones de euros. Desde que hay registros, nunca se había dado una cifra tan alta. Casi dos de cada diez trabajadores lo hacen en un oficio vinculado a este sector. Restaurantes, hoteles y medios de transporte han pulverizado las estadísticas anteriores a la pandemia, pero no tengo claro que la satisfacción final del viajero haya crecido en igual proporción. Y eso es lo que hay que reflexionar.
Por mi trabajo, paso una parte importante del año viajando. La mayor parte de mis salidas tienen que ver con la actividad cultural: visito recintos arqueológicos en medio mundo, imparto conferencias o participo en congresos, y, a veces, comparto espacio vital con hordas de turistas cada vez más zombificadas. Especial conmiseración me producen los cruceristas que invaden Málaga, Barcelona, Venecia o La Valetta, por poner solo ejemplos que conozco bien. Los turoperadores les conceden tres o cuatro horas por puerto y la posibilidad de hacer algo único, que deje huella en su memoria (y no solo en la cámara del móvil), es casi nula. ¿Para qué viajar, entonces, si no se persigue enriquecer el alma con experiencias sublimes? ¿Y acaso puede serlo recorrer un destino con tres o cuatro mil cruceristas pisándote la sombra?
Nuestro «Grand Turismo» –permíteme, lector, que em apropie del término «Grand Tour»– debería ser muy distinto.
En los últimos años he combinado mi actividad como escritor con viajes acompañando a grupos reducidos a los escenarios de mis novelas o a algunos de esos enclaves históricos cuyos enigmas me fascinan. Hemos recorrido ya Egipto, Turquía, Francia, Italia, Malta y el Reino Unido. En nuestro programa siempre ha imperado el diálogo tranquilo sobre los lugares que pisábamos, su conexión con los misterios del lugar y, en ocasiones, la alineación con acontecimientos cósmicos como solsticios o equinoccios que hemos contemplado desde templos y ruinas orientados hacia ellos. Pero aún nos queda una vuelta de tuerca más: hacer coincidir esos viajes con acontecimientos únicos.
La idea me asaltó el año pasado en Londres y quizá sea extensible a ese «Grand Turismo» que propongo. En mayo la capital se preparaba para la coronación de Carlos III y la abadía de Westminster se había convertido en el centro de todas las miradas. Deambulé por el templo con la mirada absorta en las tumbas del lugar. Era fácil pisar sin querer las de Charles Darwin, Winston Churchill o Stephen Hawking. Nobles, reyes, científicos y grandes personalidades se mimetizan en uno de los pavimentos más ilustres del mundo. Un poco más allá, junto al altar mayor, la mirada se extasió contemplando otro suelo. Se trataba de una «opus sectile» de exquisita geometría, hecha de pórfidos, mármoles y piedras de gran valor, de unos ocho metros cuadrados de superficie, sobre la que llevan siete siglos coronándose todos los monarcas británicos. Fue creada en 1168 por la familia Cosmati, los mismos que llenaron Roma de suelos parecidos.
El sentido último de su diseño es un misterio. Ese laberinto de círculos, espirales, cenefas y cuadrados representa una concepción del Universo matemática, seguramente destilada de las crípticas enseñanzas de Pitágoras. Tres inscripciones –casi desaparecidas– atribuyen el encargo a Enrique III Plantagenet, aunque una de ellas anuncia también, de modo críptico, la fecha del Juicio Final. «Si el lector considera con prudencia todo lo inscrito», dice, «encontrará aquí el propósito del primum mobile. El erizo es de tres años, añade perros y caballos y hombres, ciervos y cuervos, águilas, enormes bestias marinas y el mundo; y lo que sigue triplicará los años anteriores».
Expertos en este rompecabezas cosmatesco como Richard Foster han llegado a proponer una cifra, calculada a partir de la esperanza de vida de las especies citadas en el mosaico –tres años para los erizos, nueve para los perros, veintisiete para los caballos…–, que ronda los 19.683 años. No parece, pues, que haya nada de qué preocuparse.
Lo curioso, sin embargo, es que ese suelo sagrado -que normalmente ningún turista puede pisar- se abrió del 15 de mayo al 29 de julio pasados para que pudiera ser recorrido en calcetines. Unas decenas de personas lo consiguieron a cambio de 15 libras esterlinas. Por una miseria, esos agraciados visitantes no olvidarán mientras vivan que pisaron la fecha del fin del mundo. Y todo gracias a repensar lo masivo para convertirlo en exclusivo.
Habría que darle más vueltas a ideas así en España, donde también tenemos lo nuestro, e impulsar el turismo a la categoría «Grand» sumándole unicums parecidos.
Solo hace falta un poco de imaginación y algo de arrojo.
Javier Sierraes escritor y premio Planeta de novela.
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