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Querer y tocar

Textos de oración ofrecidos por el sacerdote – vicario parroquial de la parroquia de La Asunción de Torrelodones, Madrid

Querer y tocar
Querer y tocarChristian Diaz YepesChristian Diaz Yepes

Lectio divina de este VI domingo del tiempo ordinario

Tocar algo puede ser más que una capacidad humana; llega a sentirse como una necesidad. Porque el tacto ayuda a conocer, relacionar, incluso amar mejor. Porque así como existe una relación entre este sentido y la inteligencia, también la hay con la voluntad.  Se toca porque hay algo que se quiere, para asumir como propia esa realidad que se me ofrece. Paradójicamente, aunque Dios es en esencia trascendente e inmaterial, dicha vinculación entre voluntad y tocar alcanza en Él su máxima expresión. Es propio de lo divino estar más allá de todo, pero en Cristo se nos muestra radicalmente cerca de todos. Por eso nos con-movía el domingo pasado al tomar de la mano y sanar a la suegra de Pedro. Hoy su gesto ante uno de los “intocables” de su sociedad nos obliga a preguntarnos sobre nuestro propio querer y nuestra proximidad. Leamos con atención:

«En aquel tiempo, se acercó a Jesús un leproso, suplicándole de rodillas: “Si quieres, puedes limpiarme”.  Compadecido, extendió la mano y lo tocó diciendo: “Quiero: queda limpio”.  La lepra se le quitó inmediatamente y quedó limpio. Él lo despidió, encargándole severamente: “No se lo digas a nadie; pero para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés, para que les sirva de testimonio”.  Pero cuando se fue, empezó a pregonar bien alto y a divulgar el hecho, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera, en lugares solitarios; y aun así acudían a él de todas partes» (Marcos 1, 42-45).

Dios ama, y por eso se acerca a nosotros. No es ajeno a nuestro dolor, sino que se com-padece, sufre con nosotros y, porque nos quiere, nos toca. Él se implica en nuestra condición para restaurarla y elevarla: «Quiero. Queda limpio». La más alta  expresión de su voluntad es que el hombre viva, y por ello va más allá de nuestros condicionamientos y temores para alcanzarnos. Por eso Jesús no solo sana al leproso de su enfermedad, sino que subsana el mal que corroe a su sociedad, que es alejar al que sufre, no querer ver cara a cara al dolor y mantener una aparente limpieza que, en el fondo, oculta una impureza más honda, la de no aproximarse al necesitado.

Cierto que hasta que se encontró la cura médica, era imperioso aislar a los leprosos, y esto es lo que ocurría en el contexto histórico de la Biblia: «El que haya sido declarado enfermo de lepra andará harapiento y despeinado, con la barba tapada y gritando: “¡Impuro, impuro!”. Mientras le dure la afección, seguirá impuro; vivirá solo y tendrá su morada fuera del campamento» (Levítico 13, 45-46). Sin embargo, Cristo ha venido para ampliar los confines de ese y de todo contexto de la historia. Cuando él dice que quiere y toca al impuro, asocia su voluntad con la proximidad más inaudita. Lo divino toca lo maldito, trasciende cualquier precaución para devolver su dignidad a quien quedaba degradado y excluido de cualquier esperanza, fuera del campamento, que significa expulsado de la comunidad de la Alianza. Esta cercanía de Cristo aparentemente no le contagia la lepra, sin embargo, no le deja indemne de sus consecuencias. En su Pasión él no solo toca externamente las mayores impurezas humanas, sino que asume sus  consecuencias en su propia carne: «Sin aspecto atrayente, despreciado y evitado de los hombres,  como un varón de dolores, acostumbrado a sufrimientos, ante el cual se ocultaban los rostros, despreciado y desestimado (…) Nosotros lo consideramos leproso, herido de Dios y humillado; pero él fue traspasado por nuestras rebeliones,  triturado por nuestros crímenes.  Nuestro castigo saludable cayó sobre él,  sus cicatrices nos curaron». Solo Dios podía asumir este intercambio. Sin necesitarlo, se acerca al último, lo toca y carga consigo su desgracia, muriendo como un maldito, ya sin aspecto humano, en una cruz fuera de la Ciudad Santa. Hasta aquí llega el “quiero” de Cristo; pero porque es un “quiero” de amor, es más fuerte que la muerte, no puede ser aniquilado: «Lo que el Señor quiere prosperará por su mano. Por los trabajos de su alma verá la luz (…) Mi siervo justificará a muchos, porque cargó con los crímenes de ellos. Le daré una multitud como parte, y tendrá como despojo una muchedumbre. Porque expuso su vida a la muerte y fue contado entre los pecadores, él tomó el pecado de muchos  e intercedió por los pecadores» (Isaías 53, 3-5; 10-12).

El primer paso de la vida en Dios es exponer ante Él nuestra propia impureza, reconocer nuestra indignidad, no para sucumbir en la humillación, sino para pedirle con confianza: “Si quieres, puedes sanarme”. Por eso, no temamos presentar al Salvador nuestra indignidad en sus múltiples formas y sus dramáticas consecuencias. ¿Hay alguna que él no haya asumido? Expón ante él con humildad y realismo aquello de lo que te avergüenzas, lo que incluso has llegado a pensar que ya no tiene solución: tus faltas recurrentes, esas miserias más hondas y las incapacidades que te frustran. En el altar de la cruz él extiende sus manos para abrazar todo esto y derrama su sangre para redimirlo. Este domingo extiende entonces tus llagas físicas y morales ante este trono de su gracia. Desde allí él manifiesta su más decidida voluntad de vida sobre ti y hasta el último de los impuros: «Quiero: queda limpio»..