Oración
Conocernos y darnos a conocer
Textos de oración ofrecidos por Christian Díaz Yepes, sacerdote de la archidiócesis de Madrid
Lectio Divina del domingo XII del tiempo ordinario
Durante una cena después de un acto oficial en Roma, se escuchó musitar a san Juan Pablo II estas palabras: “La gran tragedia del hombre actual es que no sabe quién es” (R. García de Haro, Anécdotas y virtudes). Efectivamente, muchos viven hoy como si les hubieran quitado el suelo bajo sus pies y con ello han perdido su propia identidad y sentido. El desmoronamiento de las instituciones y de los principios morales ha dejado a muchos dando tumbos entre sus grandes interrogantes: “¿Cuáles son mis anhelos más profundos?”, “¿Qué sentido tiene y hacia dónde va mi vida?” En definitiva, “¿Quién soy?” Sin duda, el gran drama es ontológico, pues se refiere a la pregunta sobre nuestro propio ser. Pero como el Ser es Dios, que es amor, la gran interrogante del hombre no encuentra su respuesta en sí mismo, sino que la encuentra más allá de sí, en el amor. Este implica un éxtasis, es decir, una salida de uno mismo en la fe y en la esperanza. Solo así la persona conoce quién es realmente y, por tanto, puede darse a conocer a los demás sin miedo ni egoísmo. Esto es lo que nos revela el evangelio de hoy:
“En aquel tiempo, dijo Jesús a sus apóstoles: «no tengáis miedo a los hombres, porque nada hay encubierto, que no llegue a descubrirse; ni nada hay escondido, que no llegue a saberse. Lo que os digo en la oscuridad, decidlo a la luz, y lo que os digo al oído, pregonadlo desde la azotea. No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. No; temed al que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la “gehena”. ¿No se venden un par de gorriones por un céntimo? Y, sin embargo, ni uno solo cae al suelo sin que lo disponga vuestro Padre. Pues vosotros hasta los cabellos de la cabeza tenéis contados. Por eso, no tengáis miedo: valéis más vosotros que muchos gorriones. A quien se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos. Y si uno me niega ante los hombres, yo también lo negaré ante mi Padre que está en los cielos»” (Mateo 10, 26, 33).
El conocerse y el darse a conocer no se dan desde una cerrazón autosuficiente, sino en continua proyección hacia el Otro y hacia los otros, es decir, hacia Dios y el prójimo. Así el conocimiento de uno mismo se hace aceptación agradecida y gozosa de la propia historia e identidad personal. A la vez, esto implica que no se perciba al otro como un competidor o amenaza, sino como un don y oportunidad para realizar y expresar lo que somos. La clave de todo esto está en vivir en la verdad, que es la misma vida de Cristo en nosotros, pues «nada hay encubierto, que no llegue a descubrirse; ni nada hay escondido, que no llegue a saberse». Hasta los cabellos de nuestra cabeza están contados por Aquel que nos conoce desde lo más profundo. ¿Pretendemos engañar a Dios? ¿Nuestras apariencias y falacias pudieran darnos esa paz que solo encontramos viviendo en la verdad?
Cristo no se va con medianías en este evangelio; exige sacrificio y plena confianza en Dios. Él lo ha vivido en primera persona, amando hasta el extremo y asumiendo todas sus consecuencias. Ahora nos pide que vayamos en pos de él, tomando nuestra cruz de cada día y renunciando a nuestros apegos para alcanzar lo que más vale. Esto implica despertar nuestros sentidos sobrenaturales, tener presente la realidad más real que subyace y permea todo lo que percibimos… todo lo que son solo medios temporales para un fin mayor. En definitiva, necesitamos redescubrir el primer artículo de la fe: Creer en Dios como el Creador no solo de lo visible y fácilmente perceptible, sino también, y sobre todo, de lo invisible y más real. Por ello procuremos acercarnos a la realidad en cuanto tiene de Misterio, no porque no la podamos conocer, sino porque tiene mucho más para revelarnos de lo que salta simplemente a la vista. La fe auténtica implica confiar y arriesgarnos.
Es aquí donde el evangelio nos impele a superar el mayor obstáculo de la libertad: El miedo al dolor. Aunque este es común a toda persona, lo decisivo está en que no lo convirtamos en sufrimiento. Entendámonos: el dolor es inevitable en la vida, pero el sufrimiento implica una decisión. Cuando el dolor es asumido con fe y amor puede devenir en heroicidad, fortaleza y mayor libertad; en cambio, si es vivido como fatalidad y sin sentido, se convierte en sufrimiento, con toda su carga de congoja y desesperación. Como no queremos sufrir, pasamos la vida evitando el dolor y, por tanto, no aprovechamos su valor redentor. Lo paradójico es que con esta huida hacemos crecer más aún el bucle al convertirlo en otro sufrimiento añadido. Es en la libertad personal donde se decide vivir el dolor de una u otra manera. Por eso es fundamental conocernos como quien Cristo nos revela que somos: Hijos amados de Dios, que saca bien del mal, y que si nos pone a prueba es para hacernos crecer. El que entiende esto no teme negarse a sí mismo; queriendo ganar la vida, no duda en ofrecerla ni poner en juego lo transitorio para alcanzar la eternidad. Nuestro antipático ego está llamado a consumirse en una oblación del amor redentor. Esto comporta ir en contra de la corriente de los que solo buscan su propio tener y placer. Así que el gran drama del hombre que no se conoce a sí mismo puede resolverse en lo que san Pablo llamó “la locura de la Cruz”: el que se abraza a ella encuentra la vida, el que se niega a sí mismo, se encuentra.
Y nosotros, ¿qué elección hacemos hoy?
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