Oración
Se pasa de la muerte a la vida cuando se ama
Textos de oración ofrecidos por Christian Díaz Yepes, sacerdote de la archidiócesis de Madrid
Lectio divina para este domingo XIII del tiempo ordinario
Cuando yo era un universitario de primer año, una situación providencial hizo que empezara a leer los evangelios en espíritu de oración. Una advertencia de mi madre me sirvió como única guía antes de volver a abrir el texto sagrado, luego de varios años de indiferencia y alejamiento: «La persona de la que ahí se habla no es un personaje más de la literatura, y no solo porque sí existió realmente hace dos mil años. Él está vivo, y vive dentro de ti. Por eso, como no vas a entender muchas cosas, pregúntaselas a él directamente, y te responderá». Durante varios días, no pude parar de devorar cada escena, parábola o advertencia del Señor. Estaban allí todas las respuestas que buscaba y la orientación que esperaba para encaminar mi vida hacia su plenitud. Sin embargo, continuamente tropezaba con un escollo: Había también demasiado de negación a mí mismo, renuncias, pruebas y adversidades que no me resultaban agradables. ¿Por qué no se me podía abrir el reino de los cielos sin pasar por la pobreza de espíritu? ¿Por qué no podía alcanzar la verdadera vida sin antes ofrecerla? ¿Por qué no podía elegir a la carta sin necesidad de asumir lo que no se ajustaba a mis gustos? El evangelio era todo o nada; suponía dejar las redes en la orilla o quedarme atrapado en ellas.
Cristo nos dice este domingo: «El que quiere a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí; y el que no coge su cruz y me sigue no es digno de mí. El que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí la encontrará». Mateo (10, 37-40).
En cada una de sus partes, el evangelio nos revela el Amor mayúsculo y sin rebajas, fuerte y definitivo, principio y fin de toda vida verdadera, que nos llama a tener siempre en su lugar el Primer Mandamiento: amar a Dios sobre todas las cosas. Es decir, exige anteponer todo a Dios, y fuera Él, no dejar nada. Porque solo Aquel que es en sí mismo el Amor puede hacernos amar en su justa medida aquello que Él mismo nos ofrece: padre y madre, hijos, posesiones y talentos. Lo contrario sería convertirlos en ídolos equívocos o en víctimas de nuestra manipulación y apegos. Por eso es imprescindible que paguemos nuestro amor hacia ellos a precio de entrega personal, espiritualidad y verdad, que son el crisol en que se forja toda vida preciosa. Por tanto, el punto crucial para vivir la Palabra de este domingo es revisar el orden que doy a lo que amo en mi vida y por quién lo hago. ¿Amo desde el amor divino a los míos y a todo lo que puedo hacer y vivir? Actuar de otra manera sería dañar lo que amamos por no hacerlo desde lo que el amor exige por sí mismo. Porque el cariño y la cercanía a los nuestros son aspectos del amor, pero también lo son el sano desapego, la renuncia e incluso el sacrificio, que nos hacen más libres y fuertes para amarles. ¿Puede una madre quedarse mimando todo el día a su niño o debe respetar los espacios que cada uno necesita para desarrollar su propia vida? ¿Debe un padre tomar todas las decisiones por sus hijos o más bien ha de ayudarlos a afrontar la vida con valentía y confianza? Muchas personas, incluso en la iglesia, se ven tentadas a acaparar en vez de amar, ocupar el lugar del otro en vez de ayudarle en la misión que solo puede cumplir él. Quieren quedarse, como me ocurrió a mí en el primer año de carrera, solo con una parte del evangelio, desechando la que no nos complace.
El amor que Cristo revela queda muy lejos de sentirme a gusto entre los míos. Nos lanza mucho más allá de nuestra seguridad y bienestar para hacernos asumir la vida con toda la abnegación y sacrificio que comporta. Porque estos dos términos, tan poco agradables en el contexto en que nos movemos, esconden en sí mismos una dinámica de vida, comunión y plenitud que es necesario descubrir. Efectivamente, «Ab-ne-gatio», origen de nuestro término «Abnegación» implica el paso de lo negativo hacia lo positivo, de la renuncia a la conquista. Habla de un proceso en el que se pasa por una negación, cierto, pero esta no finaliza en sí misma, sino que se proyecta más allá. Por su parte, «Sacri-ficio» se refiere a hacer santa alguna acción o cosa, asociarla con lo sagrado. Ciertamente, desde sus orígenes, el término está asociado con una muerte o pérdida de algo material, pero estas tampoco finalizan en sí mismas, sino que miran más allá, pues buscan la comunión con lo divino y trascendente.
Pero nuestra cultura, que promueve un amor líquido y edulcorado, al equiparar el amor con el mero sentimiento y el bien con el estar a gusto, desvirtúa el dinamismo intrínseco del amor, que supone el paso por la abnegación y el ofrecimiento de lo humano para alcanzar lo divino. En vez de asumir esto, muchos creyentes ceden y reducen el amor a los buenos sentimientos y la búsqueda simple de lo agradable. Muchos asumen la idea de que el cristianismo es cruel e incluso odioso. Prefieren un Jesús blando e inocuo al Señor que vendrá a juzgar y dar a cada uno según sus obras. Así que se desechan sus enseñanzas cuando estas exigen la muerte a los propios acomodos, el paso por una conversión que implica renuncia y cambio de mentalidad, enemistad con el mundo y adhesión a unas realidades más altas, sobre todo cuando estas no se perciben a simple vista. «Déjate de eso…», se nos repite de diversos modos y desde distintas partes «…Si Dios es bueno y lo que quiere es que seas feliz». Pero, ¿se gusta la felicidad sin haber conocido lo adverso, lo pleno sin haber experimentado lo parcial y transitorio? ¿Se puede ganar la verdadera vida sin antes haberla ofrecido, la salvación sin haber asumido todas las exigencias de la conversión? «…El que no coge su cruz y me sigue no es digno de mí», nos recuerda Cristo. «El que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí la encontrará».
✕
Accede a tu cuenta para comentar