Oración

Adoración y humanización

Textos de oración ofrecidos por Christian Díaz Yepes, sacerdote de la archidiócesis de Madrid

Abside del Monasterio de Santa Catalina del Monte Sinaí, Egipto
Cripta de la Catedral de la AlmudenaLa Razón

Lectio divina para este domingo XIV del tiempo ordinario

Hoy llegamos a un punto del evangelio tremendamente clarificador. Se trata del «himno de júbilo» de Cristo (hymnus iubilationis Domini). Ahí él se eleva por encima de todo lo aparente y revela el centro de su corazón, es decir, de todas las dimensiones de su vida humana y divina, que es su adoración a Dios Padre. Esta nos hace ascender desde lo más terreno a lo trascendente, donde nuestra naturaleza no es anulada, sino purificada y revelada en su sentido interior más valioso. Leamos con atención:

«En aquel tiempo, tomó la palabra Jesús y dijo: “Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, así te ha parecido bien. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera» (Mateo 11, 25-30)

La adoración a Dios es siempre plenitud de lo humano. Proclamando su grandeza, se nos abre el camino para alcanzar la nuestra; amándole a Él, nos realizamos a nosotros mismos. Por eso el verdadero humanismo no se trata de una afirmación de lo humano en contraposición con lo divino, sino en relación con ello. Relación en la verdad: Dios, porque es tal, es más grande que nosotros, y porque es amor, nos hace capaces de amarle. Aquí se encuentra la respuesta a toda alienación, crisis de sentido e identidad que puede experimentar la persona, las sociedades y la misma Iglesia.

Fijémonos en la sencillez de aquellos por los cuales Cristo alaba al Padre. No se mueven por complicados silogismos ni cálculos muy eficientes, como lo hacen los que agotan su propia existencia por haber perdido su misterio. Los niños, esos sencillos de corazón por excelencia, se relacionan con la vida de una manera intuitiva, icónica e incluso lúdica. Lejos de ser esto una relación irresponsable y descomprometida, más bien es su descubrimiento de una manera más profunda y reveladora, llena de significado. El lenguaje de los padres toma forma en ellos no por la exposición rigurosa de una gramática, sino por la relación de amor con sus rostros, su calor y su textura, por sencillos e inmediatos gestos sensibles que se imprimen en el alma como marcas a fuego. Así acontece también la ad-oración de quien se abre hacia Dios. Esta está ritmada por gestos, símbolos y palabras elementales que nos determinan antes de darnos cuenta de que estamos siendo formados por ellas. Dan forma a nuestros pensamientos y graban lo Real en nuestro ser más profundo a través de imágenes, sonidos, olores y posturas del cuerpo. Este es el porqué de los actos de piedad y la liturgia.

Adentrarnos este domingo en la alabanza de Cristo al Padre es tocar el punto central de toda la liturgia cristiana. Esta no es otra cosa sino la alabanza que el Cuerpo todo del Señor, Cabeza y miembros, eternidad e historia, ofrecen continuamente al Dios eterno y fiel, fuente y origen de todo. Ese mismo punto central es el momento de la eterna oblación del Hijo hacia el Padre, que desde la cruz se rinde en amor a su voluntad y le dice: Consummatum est, «Todo está cumplido». Los actos de piedad y, sobre todo la liturgia inmemorial de la Iglesia, son esas acciones humanas asumidas por aquel que lo ha consumado todo en amor al Padre, vértice de lo humano asumido, purificado y trascendido por lo divino.

Cada uno de nuestros momentos, gestos, palabras y silencios dedicados a la adoración hacia Dios nos refugian en el corazón de Cristo, desde donde él alaba eternamente al Padre y nos envía a anunciarle. Por eso son tan importantes actos tan sencillos como arrodillarse, callar, cerrar los ojos, cantar… todo cuando corresponde y de la manera más digna y sentida que pueda realizarse, con todo el corazón, toda la mente y todas las fuerzas. Por eso, una misa donde los fieles se arrodillan o respetan el debido silencio siempre realizará mejor el misterio del Dios trascendente y oculto que una asamblea donde se descuiden elementos tan importantes como estos. Por algo será que nuestro mundo, tan utilitarista y pretensioso, tiende a erradicar todo lo que ponga en valor lo místico, lo poético y lo invisible. Se trata del antiguo intento de arrancar al hombre su alma, de deshumanizarle.

La adoración es humanizadora porque eleva nuestra condición humana a su punto más alto, que es la divinización. Sus resultados son la transformación personal por la consolidación de la fe y el amor a Dios, y, por supuesto, ello desemboca en fuerza evangelizadora que atrae, edifica las comunidades y suscita vocaciones. Prueba de ello son el interés, la participación y los frutos que generan las iniciativas actuales a nivel de familias, comunidades fervientes y diócesis por todo el mundo, que se están viendo renovadas al poner la adoración a Dios, bajo formas tradicionales o de más reciente expresión, en el lugar que le corresponde: Al centro y origen de todo. Sus frutos y estadísticas hablan por sí mismos, sin contar todo lo que continúa creciendo discretamente y todavía no se puede medir, pero que alimenta la esperanza. Por eso hoy conviene preguntarnos: ¿Cómo se encuentra mi propia vida espiritual y la de mi comunidad con respecto a la centralidad de la adoración a Dios? Hablamos de esa que, por puro amor a Él y bajo los diversos signos y acciones que merece, desemboca también en el punto más alto de nuestra humanización, que es hacernos semejantes a Él.