Oración

Que crezca nuestro corazón

Textos de oración ofrecidos por Christian Díaz Yepes, sacerdote de la archidiócesis de Madrid

Que crezca nuestro corazón
Vincent van Gogh, Campo de trigo con una parca, Óleo sobre lienzoJosé Javier Míguez Rego

Lectio Divina del evangelio de este domingo XXV del tiempo ordinario

«Dios es más grande que nuestro corazón» (1ª Juan 3, 20). Y lo es porque no se queda en sí mismo. Él sale de sí una y otra vez para extender su amor. Lo ha hecho en la creación, también en la venida de Cristo y en el envío de su Espíritu Santo. Él gusta en salir al paso de nuestro camino, donde muchas veces nos quedamos detenidos. Entonces nos invita a tomar parte en su obra, a continuar haciéndola bella y fructífera, sin mirar con mezquindad y recelo lo que encomienda a otros. Este podría ser el resumen del Evangelio de hoy, pues la parábola de los trabajadores de la viña nos enseña cómo el amor de Dios se dirige a cada uno personalmente, como también nos muestra la necesidad que tienen nuestros corazones de crecer a su medida.

«En aquel tiempo, dijo Jesús a los discípulos esta parábola: el reino de los cielos se parece a un propietario que al amanecer salió a contratar jornaleros para su viña. Después de ajustarse con ellos en un denario por jornada, los mandó a la viña. Salió otra vez a media mañana, vio a otros que estaban en la plaza sin trabajo y les dijo: “Id también vosotros a mi viña y os pagaré lo debido”. Ellos fueron. Salió de nuevo hacia mediodía y a media tarde, e hizo lo mismo. Salió al caer la tarde y encontró a otros, parados, y les dijo: “¿Cómo es que estáis aquí el día entero sin trabajar?”. Le respondieron: “Nadie nos ha contratado”. Él les dijo: “Id también vosotros a mi viña”. Cuando oscureció, el dueño dijo al capataz: “Llama a los jornaleros y págales el jornal, empezando por los últimos y acabando por los primeros”. Vinieron los del atardecer y recibieron un denario cada uno. Cuando llegaron los primeros, pensaban que recibirían más, pero ellos también recibieron un denario cada uno. Al recibirlo se pusieron a protestar contra el amo: Estos últimos han trabajado solo una hora y los has tratado igual que a nosotros, que hemos aguantado el peso del día y el bochorno”. Él replicó a uno de ellos: “Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿No nos ajustamos en un denario? Toma lo tuyo y vete. Quiero darle a este último igual que a ti. ¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos? ¿O vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?”. Así, los últimos serán primeros y los primeros, últimos». (Mateo 20, 1, 16).

Dios se ocupa de su creación y llama a cuantos sea posible a ocuparnos también en ella. Si bien Él no necesitó del hombre para crear cuanto existe, sí ha querido invitarlo a tomar parte en su crecimiento. Nos llama para compartir su gozo y que recibamos el premio por su crecimiento. Está atento a ese incremento de su obra como también a la necesidad que tenemos de tomar parte en ello. Por eso sale una y otra vez a nuestro encuentro. No quiere que nadie se quede sin desarrollar las capacidades que nos ha dado.

En un momento de silencio ofrezcamos a Dios nuestra disposición a tomar parte en la obra de su creación, que continúa en el tiempo y en el espacio. Le presentamos nuestros talentos y capacidades; también nuestras pobrezas y aquello en lo que aún necesitamos crecer. Meditamos sobre el fragmento del mundo en que Él nos ha puesto y que necesita de nosotros. Entonces le decimos: «Aquí estoy, Señor, envíame».

Nuestro corazón, es decir, el centro vital de nuestro ser, aún tiene que crecer. No podemos quedarnos sacando cuentas de méritos y recompensas, ni comparándonos con los demás, como los primeros jornaleros de esta parábola. La generosidad del dueño de la viña nos invita a superar toda mezquindad, rivalidad y desconfianza. Eso se llama magnanimidad, virtud que deriva de la fortaleza y está íntimamente vinculada al amor y a la fe. Porque no puede ser auténtico el amor de quien quiere poco para el amado, ni puede ser verdadera la fe de quien espera poco de Dios. No importa si llevo más o menos tiempo que otros comprometido en el servicio a Cristo y al prójimo. Lo importante es que he sido amado y llamado por Él, y por eso puedo compartir la alegría de que muchos más también lo sean y tomen parte en sus bendiciones.

Ahora tomamos un momento para meditar sobre el ancho mundo que es la viña del Señor, es decir, de cada ámbito del ser y el quehacer humanos. Estamos puestos por Él aquí y ahora para dar lo mejor de cada uno con diligencia y generosidad, a la vez que es necesario que muchos más lo estén. Por eso, le pedimos que siga llamando a otros, a cuantos más sea posible. Contemplemos desde su presencia a cada persona como un regalo y una oportunidad para descubrir nuevos matices de su amor creativo.

El evangelio de hoy nos mueve a tomar conciencia de nuestra propia vocación, con todos nuestros talentos y dones, pero, sobre todo, nos hace considerar que para hacerlos fructificar necesitamos estar unidos a Cristo. Él nos ha dicho: «Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí»” (Juan 15, 6). El arranque de este nuevo curso es una oportunidad para trazarnos nuevos objetivos o fortalecer los que ya teníamos, pero hemos de hacerlo desde nuestra unión con Dios. Cualquier otro punto de partida es insuficiente para los anhelos más profundos del alma. Por eso, volvamos hoy a Cristo, que habita en nuestra intimidad, nos ilumina, nos purifica y nos invita a ser miembros activos de su Iglesia. Si necesitamos pedirle perdón por algo, no pongamos más dilación. Dispongámonos a comenzar de nuevo, pues él no discrimina a quien comienza antes o llega después. Siempre estamos a tiempo para hacer nuestra parte en la obra grande y bella que él nos encomienda aquí y ahora.