Oración

Ser y quehacer

Textos de oración ofrecidos por Christian Díaz Yepes, sacerdote de la archidiócesis de Madrid

Ser y quehacer
Vincent van Gogh, Campo de trigo con una parca, Óleo sobre lienzoJosé Javier Miguez Rego.

Lectio Divina del evangelio de este domingo XXVI del tiempo ordinario

Nuestro ser se manifiesta en nuestro quehacer, porque no bastan la buena intención ni las promesas lanzadas al viento. Ante todo, que seamos hijos de Dios se verifica en la manera de vivir. Nuestra condición ha de irse desvelando en la sintonía con su voluntad divina. Fijémonos en la diferencia:

«Un hombre tenía dos hijos. Se acercó al primero y le dijo: “Hijo, ve hoy a trabajar en la viña”. Él le contestó: “No quiero”. Pero después se arrepintió y fue. Se acercó al segundo y le dijo lo mismo. Él le contestó: “Voy, señor”. Pero no fue. ¿Quién de los dos cumplió la voluntad de su padre?...».

Los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo respondieron correctamente: el primer hijo cumplió la voluntad del Padre. Sin embargo, su respuesta fue solo de palabra, sin coherencia. Lo peor fue que esos dirigentes judíos no comprendieron que este mensaje estaba dirigido a ellos, como también a nosotros. A todo aquel que dice estar siguiendo la voluntad de Dios, Cristo le provoca para sacarle de la dicotomía entre la fe que se profesa y la que se vive, entre lo que se predica y lo que se pone en práctica, entre el mero conocimiento y la acción concreta.

Entre lo que se dice y lo que se hace media la conciencia. Esta es el centro personal más profundo y genuino de cada uno, donde se custodia nuestro verdadero ser y se determina todo quehacer. Por eso está tan ligada a la libertad y a la humilde escucha de la voz de Dios. Porque es libre quien responde afirmativamente a Él, corrigiendo su impulso o tendencia inicial. Y esta libertad le hace auténtico hijo, para así tomar su lugar en la siembra de su padre.

«Agitur sequitur esse», reza el adagio, «el hacer viene como consecuencia del ser». Y Dios quiere revelarnos quiénes somos realmente: “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!” (1ª Juan 3, 1). Porque, en efecto, el verdadero mal del ser humano es creerse huérfano, que tiene que buscarse la vida por sí mismo. Pretendiendo dejar de lado a Dios para alcanzar una falsa libertad, tantos dejan de reconocerse como hijos de un Padre que trasciende todo y a todos nos ama. Es la consecuencia de esa ilusoria emancipación del que pretende dejar de lado a Dios en nombre de su propia libertad. Pero los hechos de la historia y las del corazón humano demuestran que este derrotero no le hace libre, sino esclavo de sus propios desvaríos. La libertad pasa por la humildad de reconocer que no tenemos todas las respuestas. La que sí depende de nosotros es la que ofrecemos por amor a Dios y a los demás. Es decir, mientras más doy, más soy; mientras más ofrezco, más crezco.

Es libre quien responde afirmativamente a Dios, corrigiendo lo que falte a su impulso o tendencia inicial. Y esta libertad le hace auténtico hijo, que toma su lugar en la siembra de su padre. La fe del otro, en cambio, es estéril, y nada más contrario a la naturaleza que una vida que no crece ni se multiplica. En su fondo subyace la soberbia autosuficiente del: «Non serviam», «no serviré». A estos creyentes de boquilla, Cristo les advierte: «En verdad os digo que los publicanos y las prostitutas van por delante de vosotros en el reino de Dios». Pero el Maestro no afirma esto porque el pecado público sea digno de loa ni camino de salvación, sino porque antes de su manifestación como el Mesías vino el Bautista, que predicó la conversión, y los que se sabían pecadores se arrepintieron y creyeron. Sin embargo, los que se creían justos por su saber o su oficio, no. Dios pone su mirada en quien reconoce su pecado, se arrepiente y se dispone a recibir su gracia para cambiar de conducta, reparar y sanar.

Concluye el evangelio de hoy: «Porque vino Juan a vosotros enseñándoos el camino de la justicia y no le creísteis; en cambio, los publicanos y prostitutas le creyeron. Y, aun después de ver esto, vosotros no os arrepentisteis ni le creísteis» (Mateo 21, 28-32). Delante de estas palabras, conviene que tomemos un momento para meditar delante de Dios, en actitud de escucha y apertura. Reconozcamos con humildad y realismo nuestras limitaciones y la necesidad que tenemos de crecer desde Él.

El evangelio nos está enseñando sobre dos modos distintos de ser hijos, y también sobre cómo ser auténticamente libres y responsables. El primero es quien se niega a hacer lo que Dios le pide, pero que luego toma conciencia y termina cumpliendo su voluntad. El otro modo es la autosuficiente del que se sabe elegido y amado por Él, pero que al final no cumple su voluntad, sino la propia. Ambos son hijos, y a ambos el Padre quiere confiarles una misión en su viña. Pero ellos se distinguen en un punto esencial que va de la palabra que dicen a la acción que realizan. Por eso, reflexionemos hoy sobre esos dos modos de ser hijos: el que se arrepiente y actúa, y el que dice sí pero no cumple. En el centro de ambos está nuestra conciencia. ¿Cómo podemos purificarla y educarla para que nuestro actuar refleje auténticamente nuestra condición de hijos de Dios?