Oración

Mucho más que el César

Textos de oración ofrecidos por Christian Díaz Yepes, sacerdote de la archidiócesis de Madrid

"El tributo al César", de Vecellio di Gregori Tiziano (1515)
"El tributo al César", de Vecellio di Gregori Tiziano (1515)Galería de Pinturas de los Maestros Antiguos de Drede.

Lectio Divina del evangelio de este domingo XXIX del tiempo ordinario

Según el filósofo medieval Juan Escoto Erígena, el nombre de Dios (“Theós”) se origina en la doble raíz griega que significa tanto “el que todo lo ve”, como también “correr en torno; hacer un corro”. Ambas posibilidades, aparentemente tan disímiles, nos hablan de una realidad totalizadora y dinámica: Dios todo lo ve, a la vez que abarca todo en un movimiento de reconocimiento y participación que, en último término, solo se comprende a la luz de su ser Trinidad. Efectivamente, «nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mateo 11, 27). Dios nos ve de forma entera, sin división en nuestro ser y nuestro tiempo, a la vez que corre hacia nosotros y alrededor nuestro para incorporarnos a su misterio de amor, que es unidad de los distintos sin separación ni confusión. Por tanto, pensar a Dios como desentendido de su creación, y a esta como ajena e independiente de Él, es desvirtuar cómo se nos ha revelado en Cristo, su Hijo amado y enviado al mundo para salvarlo (Cf. Juan 3, 17-18). Esto es fundamental para comprender qué quiere decir él cuando manda a dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Leamos con atención:

«En aquel tiempo se retiraron los fariseos y llegaron a un acuerdo para comprometer a Jesús con una pregunta. Le enviaron algunos discípulos suyos, con unos herodianos, y le dijeron: “Maestro, sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad, sin que te importe nadie, porque no te fijas en apariencias.  Dinos, pues, qué opinas: ¿es lícito pagar impuesto al César o no?”. Comprendiendo su mala voluntad, les dijo Jesús: “Hipócritas, ¿por qué me tentáis? Enseñadme la moneda del impuesto”. Le presentaron un denario. Él les preguntó: “¿De quién son esta imagen y esta inscripción?”. Le respondieron: “Del César”. Entonces les replicó: “Pues dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”». (Mateo 22, 15-21).

Los fariseos torcían la límpida revelación de Dios con sus argumentaciones y casuística, llenas de segundas intenciones. En su pretensión por ser los más fieles cumplidores de la Ley, terminaban por contradecir el primer Mandamiento: «El Señor es uno solo. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (Deuteronomio 6, 5). Él nos mueve a un amor exclusivo, que abarque cada ámbito de nuestro ser espiritual, físico y relacional. Por eso nuestra dimensión material y social debe tenerle como destinatario final. Estamos en este mundo para hacerle presente y hacer que todas las cosas tiendan hacia Él, reconociendo que todo está envuelto por su mirada. De esto se trata el reinado de Cristo.

El misterio de la Trinidad es la perfecta unidad de los distintos, lo cual no supone uniformidad. El Padre no es el Hijo ni el Hijo el Padre, como ninguno de ambos es tampoco el Espíritu. Cada uno es distinto, pero a la vez está referido al otro en total donación y acogida. Y así como acontece en esta intimidad de Dios, también acontece fuera de Él, es decir, hacia lo creado. Dios no es el mundo ni el hombre es Dios. «¿De quién son la imagen y la escritura de la moneda?», pregunta Cristo. «Del César», le responden. Los césares romanos pretendían ser dioses, con lo cual no solo se abrogaban una naturaleza y un derecho que no les pertenecían, sino que contradecían la misma realidad de lo visible y lo invisible. La moneda, que lleva la imagen de un hombre, pertenece a una dimensión finita y temporal que no puede considerarse un absoluto. Pero este hombre sí puede descubrirse por gracia de Dios como su imagen, llamado a entrar en una relación de amor con Él que supone reconocer cuál es la identidad y el lugar que ocupa cada uno. Dios ve y envuelve lo creado, y este ha de dirigir su mirada a Él como quien le es totalmente distinto y a la vez implicado en amarle y elevar su condición. En este reconocimiento que dirigimos a Dios nos hacemos auténticamente humanos, es decir, ciertamente referidos a lo divino, pero sin serlo. Somos seres en camino, y camino de santificación, lo cual nos mueve a amar la realidad que nos ha sido dada procurando que esta se dirija hacia su Creador.

El evangelio de hoy domingo coincide providencialmente con la celebración del DOMUND, la jornada mundial por la oración y el sostenimiento de las misiones católicas. España sigue siendo una de las naciones que más aporta a la actividad misionera de la Iglesia con las vocaciones y los donativos que envía cada año. Sin embargo, los mismos organismos oficiales acaban de reconocer que también estamos entrando en la tendencia a la disminución drástica de tales contribuciones. Convendría preguntarnos si ello no responde en gran parte al desencanto que experimentan tanto los misioneros como los fieles que donan sus vidas y ofrendas al comprobar que mucho de las actuales misiones intenta responder más al orden del mundo que a las llamadas de Dios. Ciertamente, siempre el anuncio cristiano ha estado acompañado y verificado por la atención a las necesidades humanas y sociales de cada lugar, pero no ha sido esto lo primordial, sino al revés. El mandato misionero de Cristo de ir por el mundo entero es para suscitar discípulos suyos, bautizándoles en el nombre tres veces santo del Dios único (Mateo 28, 18-20). Un respeto mal entendido hacia la libertad religiosa y las costumbres de los pueblos no puede subordinar el imperativo divino. Hemos de dar al mundo lo que necesita en cuanto a apoyo material, sanitario y educativo, pero sin que esto opaque lo que hemos de dar a Dios, que son la adoración y el anuncio coherente y explícito de cuanto Él quiere mostrar de Sí mismo a quien todavía tiene que conocerle.

En definitiva, dar al César lo que es del César es dar a este mundo el lugar subordinado y referido a Dios que le corresponde, mientras que solo a Él damos nuestra adoración y la primera y última palabra sobre nuestra vida. Esto, a la vez, supone un compromiso activo y consciente para que las realidades humanas sean transformadas y tiendan hacia la soberanía de Dios, que todo abarca porque todo ama. Y cuando los muchos césares de este mundo pretendan erigirse en señores de nuestras almas, estas han de confesar el «non possumus» de los primeros mártires ante el mismo Emperador: «No podemos darte culto». Porque hemos de reconocer a los poderes de la tierra como sujetos a Dios y por eso solo a Él podemos ofrecer nuestra adoración y definitiva confianza. En este domingo, contemplémonos a nosotros mismos aquí, en este mundo bello, pero insuficiente y caduco, presentándole todo lo que Él mismo pone en nuestras manos para que lo presentemos como ofrenda purificada, transformada y enriquecida por el amor, la penitencia, el anuncio diáfano y valiente de Cristo y las labores en consecuencia. Es él quien toma esta ofrenda y la presenta al Padre desde el altar en que nos ofrece su Cuerpo y su Sangre. Él nos ve, corre hacia nosotros y nos envuelve para que todo lo humano pueda hacerse una sola cosa con lo divino.