Oración

¿Dominar o dar?

Textos de oración ofrecidos por Christian Díaz Yepes, sacerdote de la archidiócesis de Madrid

"Tobías y el ángel", de Eduardo Rosales Gallinas
"Tobías y el ángel", de Eduardo Rosales GallinasMuseo de El Prado.

Meditación para el domingo XXXII del tiempo ordinario (Marcos 12, 38-44)

Cuando Dios habla de amor, no se refiere a un amor cualquiera, sino al amor que es más fuerte que la muerte (Cantares 8, 6). En él lo determinante es la disposición a dar y darse a sí mismo por el bien de quien se ama. Bajar este nivel, en cambio, es conformarse con la satisfacción inmediata, la complacencia del gusto que se agota y muta. En contraparte, el mundo sin Dios nos dice que tener es poder y que eso nos hace ser. Pero la paz, la felicidad y la plenitud personal no están en dominar ni manejar todo a nuestro antojo. Más bien, alcanzamos esos grandes anhelos mientras más nos donamos, cuando ofrecemos lo mejor de nosotros mismos:

«En aquel tiempo, Jesús habló a la gente y a sus discípulos, diciendo: “En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos: haced y cumplid todo lo que os digan; pero no hagáis lo que ellos hacen, porque ellos dicen, pero no hacen. Lían fardos pesados y se los cargan a la gente en los hombros, pero ellos no están dispuestos a mover un dedo para empujar. Todo lo que hacen es para que los vea la gente: alargan las filacterias y agrandan las orlas del manto; les gustan los primeros puestos en los banquetes y los asientos de honor en las sinagogas; que les hagan reverencias en las plazas y que la gente los llame ‘rabbí’. Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar ‘rabbí’, porque uno solo es vuestro maestro y todos vosotros sois hermanos. Y no llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo. No os dejéis llamar maestros, porque uno solo es vuestro maestro, el Mesías. El primero entre vosotros será vuestro servidor. El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido» (Mateo 23, 1-12).

Los escribas y fariseos representan muy bien esa avidez por tener y dominar, que aleja al hombre de su verdadero ser. Ellos acumulan conocimientos y distinciones, especialmente en lo que se refiere a la religión. Es como si estuvieran negociando a Dios y viviendo de sus rentas. Pero, paradójicamente, no conocen al Dios vivo y verdadero. “Saben” algo sobre Él, pero desconocen su verdad, «Porque Dios es amor, y solo quien ama conoce a Dios» (1ªJuan 1,8). Y amar es dar, ofrecer lo mejor que se tiene y todo lo que se es. Es fácil dar de lo que nos sobra o genera prestigio. El reto está en darse uno mismo. Por ejemplo, existe un modelo claro de quienes aman desinteresadamente y con todo compromiso: los padres de familia. Ellos no solo han de dar la vida a sus hijos, sino que están llamados a darse a sí mismos con el sacrificio, el ejemplo y el ofrecimiento de todo lo necesario a los suyos. Por eso reflejan en gran medida el amor paternal y la autoridad de Dios. En este contexto aparece la advertencia de Jesús de no llamar padre a nadie sobre la tierra, que no es, sin embargo, una exclusión absoluta. Porque tanto la experiencia natural, como la Biblia y la tradición de la Iglesia nos enseñan que Dios sí acepta complacido que llamemos «padre» a quien nos refleja su paternidad. Por ejemplo, san Pedro, san Pablo y san Juan Evangelista no dudaron en llamar “hijos suyos” a aquellos que habían engendrado en la fe. Por eso hasta hoy los hombres y mujeres de Dios son reconocidos como padres del alma por quienes somos tocados por la luz divina que se refleja en ellos cuando aman como el mismo Cristo.

El evangelio de hoy es una llamada a la autenticidad, la humildad y el sacrificio personal. Estas virtudes nos asemejan a la misma paternidad de Dios, que Él ejerce dándose a sí mismo, sosteniendo y fomentando el crecimiento y la libertad de los suyos. Las advertencias de Cristo que leemos aquí son, por eso mismo, la norma de vida en nuestras relaciones familiares y dentro de la comunidad cristiana. Claro que podemos considerar como padres y madres del alma a quienes nos hacen crecer hacia Dios, pero nunca hemos de ponerles en su lugar ni subyugarnos acríticamente a sus disposiciones. Hemos de acoger sus enseñanzas y autoridad en cuanto nos testimonian y ejercen la figura y la autoridad de Cristo mismo, tanto en su evangelio como en la tradición de la Iglesia.

El evangelio de hoy puede ser mal entendido por los desatinos de nuestra cultura, cuando vemos que los padres ya no quieren ejercer la autoridad sobre sus hijos, sino ser «buenos amigos» suyos, a la vez que los hijos tienden a pasar de estos colegas desfasados. Paralelamente, a los sacerdotes se nos pide que no nos presentemos como padres, directores espirituales ni cabezas de la comunidad, sino como «acompañantes». Lo que se alcanza con todo esto es una sociedad y una Iglesia de masa indiferenciada, donde nadie guía ni se distingue, sino que todos son amiguetes que avanzan sin saber hacia dónde, consumiendo, divirtiéndose y atontándose. ¿Es esto lo que hubiera querido Cristo?

Nuestra cultura rechaza la figura del padre porque se comporta como los adolescentes. Ha perdido la inocencia del niño y no quiere asumir la responsabilidad del adulto. Prefiere la diversión a la dedicación, lo inmediato antes que lo trabajado, lo complaciente antes que lo exigente. El adolescente se rebela contra sus padres y maestros porque reclama libertad sin responsabilidad y autonomía sin razonamiento. Lo que no sabe es que la autoridad no está para imponer caprichos frustrantes, sino que es el medio natural para hacernos crecer. El término «autoridad», en efecto, proviene del latín «augere», que significa «hacer crecer». Dios dio autoridad a Adán y Eva sobre la creación no para que hicieran lo que les diera la gana, sino para hacerla crecer y multiplicar sus potencialidades, siguiendo reglas y procesos adecuados. Cristo enseñaba con autoridad y se la dio a sus apóstoles para que hicieran lo propio con su Iglesia.

Actualmente vivimos la deconstrucción de las principales instituciones sociales: de la familia a cuenta de la ideología de género, de los estados a causa de la globalización, de los centros del saber por parte del relativismo, así como la disolución de la misma Iglesia por la manía de asimilarla al mundo y la ambigüedad en sus enseñanzas. Todo este zozobrar de los asideros acentúa aún más que tantas veces nos sintamos a la deriva, como ovejas sin pastor que siguen cualquier otra voz en busca de respuestas. Pero también hoy Cristo quiere seguir poniendo personas en su Iglesia que han de ejercer su autoridad con propiedad y coherencia. Aquí radica el sentido de la autoridad de los padres según la carne y también la de aquellos según el alma, como la de los sacerdotes y maestros de la fe. Esta es la clave para superar esa herida eclesial y social que tanto sangra hoy.

La pregunta que deja abierta el evangelio es si seremos capaces de acoger con responsabilidad y confianza la figura de nuestros guías en la fe. También si estamos dispuestos a asumir nuestra autoridad en cuanto nos corresponde como padres de familia o pastores de las comunidades. ¿Nos dejaremos enceguecer por el afán de tener y dominar o haremos crecer a los nuestros desde la donación de nosotros mismos a imagen del mismo Cristo, que amó a los suyos hasta entregar su vida por ellos?