Oración

Evitar la necedad

Textos de oración ofrecidos por Christian Díaz Yepes, sacerdote de la archidiócesis de Madrid

Pintura de Francesco Fontebasso, "El Esposo y las vírgenes necias"
"Tobías y el ángel", de Eduardo Rosales GallinasMuseo del Prado

Meditación sobre el evangelio de este domingo XXXII del tiempo ordinario

Nos adentramos en las últimas realidades de la existencia para cerrar este año litúrgico. Hoy se nos presenta la necesidad de prepararnos con la lámpara encendida, que representa la fe, la esperanza y el amor, que todo creyente debe mantener viva y bien dispuesta. Hacer de otra manera nos haría caer en la necedad de quien, habiendo sido advertido, no se prepara para el encuentro decisivo que marca todo su existir, tanto en esta vida como en la eternidad. Leamos con atención:

«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: “Se parecerá el reino de los cielos a diez doncellas que tomaron sus lámparas y salieron a esperar al esposo. Cinco de ellas eran necias y cinco eran sensatas. Las necias, al tomar las lámparas, se dejaron el aceite; en cambio, las sensatas se llevaron alcuzas de aceite con las lámparas. El esposo tardaba, les entró sueño a todas y se durmieron. A medianoche se oyó una voz: ‘¡Que llega el esposo, salid a recibirlo!’. Entonces se despertaron todas aquellas doncellas y se pusieron a preparar sus lámparas. Y las necias dijeron a las sensatas: ‘Dadnos un poco de vuestro aceite, que se nos apagan las lámparas’. Pero las sensatas contestaron: ‘Por si acaso no hay bastante para vosotras y nosotras, mejor es que vayáis a la tienda y os lo compréis’. Mientras iban a comprarlo, llegó el esposo, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas, y se cerró la puerta. Más tarde llegaron también las otras doncellas, diciendo: ‘Señor, señor, ábrenos’. Pero él respondió: ‘Os lo aseguro: no os conozco’. Por tanto, velad, porque no sabéis el día ni la hora» (Mateo 25, 1-13).

La parábola de las diez doncellas es la revelación sobre el acontecimiento decisivo de la vida del creyente. Cristo es el Esposo de la Iglesia, y esta ha de corresponder a su elección con la preparación que supone la auténtica fidelidad. Las jóvenes de esta parábola representan al cortejo de la novia, que somos todos los cristianos. La condición virginal de estas y las lámparas que portan expresan nuestra pureza bautismal y las virtudes sobrenaturales que Dios nos ha dado, pero que debemos tener a punto para recibirle cuando nos llame. Esto vale tanto a nivel personal como eclesial. Cada uno debe estar bien preparado, pero también como Iglesia debemos mantener la atención a presentarnos adecuadamente ante el Señor. El día de nuestro Bautismo nos fue entregado un cirio encendido que representa la luz de la fe que ha sido encendida en nuestros corazones por el don del primer sacramento. Esa fe enciende la esperanza y arde como el amor que hemos de alimentar y mantener vivos en todo momento, hasta la hora definitiva del encuentro con Dios. Posponer este compromiso nos convertiría en “necios”, es decir, en los que no conocen (“ne-scio”) las exigencias de la propia condición. Como el Señor se adapta a las condiciones con las que acogemos su amor, si optamos por desconocerle, es decir, si descuidamos o somos negligentes en la relación con él, perdemos también su reconocimiento definitivo.

Fijémonos en un detalle importante: ¿Qué fue lo que hicieron las doncellas necias para merecer este desprecio del Esposo? Nada, y precisamente por eso son expulsadas de la comunión con él. En rigor, no hicieron nada malo, pero la vida cristiana no se trata de no hacer lo malo, sino de hacer el bien. Si esto falta, vamos dejando apagar la lámpara de nuestra dignidad sobrenatural. Nos conformaríamos con una mera existencia natural, y en la naturaleza todo tiene un final, mientras que lo sobre-natural permanece y trasciende. Si no preparamos nuestras lámparas con el aceite de una fe fuerte, una esperanza ardorosa y un suave amor, negamos lo más alto de nuestra condición de cristianos. Ya no podemos ser reconocidos así, sino que nos hemos hecho necios para Dios. Y las palabras de Cristo indican que estos se ganan su desprecio. Porque, ciertamente, Él ama a los sencillos, pero no a los que hacen el tonto. Tiene predilección por los pobres, pero no por los miserables que le niegan, niegan a otros y se niegan a sí mismos lo más hermoso y alto que están llamados a dar. Y hay tantas maneras de hacer el tonto, tantas formas de ser necios ante Dios…

Es necio quien no cultiva una relación personal con Él a través de la oración sincera, confiada y constante. También quien no recibe los sacramentos, que son los dones más altos que nos da gratuitamente, o peor aún, quien los recibe indignamente y con esto profana su santidad y condena su propia alma. Es necio y torpe quien no se esfuerza por amar, perdonar y dar oportunidades al prójimo, aun cuando recibimos tantas de parte de Dios. Merece el desprecio de Dios quien edifica su familia sin poner a Cristo como su piedra angular, dejando que el matrimonio sucumba al desgaste de lo pasajero, que los hijos crezcan sin referencia religiosa y que la rutina apague el amor primero. Es digno de reproche quien solo realiza trabajos, pero no edifica lo que ha de durar para siempre; quien se capacita para los asuntos de este mundo, pero no se prepara para los eternos; quien solo busca respuestas fáciles, sin hacerse las preguntas más decisivas. Y todo esto que toca el nivel de la propia persona, también tiene su repercusión como Iglesia.

Se hace necia y adúltera la Iglesia cuando, en vez de vivir la como la Esposa de Cristo que es, coquetea con un mundo sin Dios. Es necia e idólatra si el Señor no es su referente primero y último, y más bien divaga detrás de otros que pronto pasan y nada dejan. Es penosa cuando pone el centro de sus celebraciones y predicaciones al ser humano en vez de su Creador y Santificador. Es una barca a la deriva cuando se deja arrastrar por las modas, la opinión pública y lo políticamente correcto, en vez de ser signo profético del Crucificado y Resucitado. Es vacía y torpe cuando busca ser más simpática que valiente, cuando promueve más la efectividad que la adoración a su Señor. Su lámpara queda vacía si pierde el óleo que la hace ungida, es decir, cristiana, seguidora del Señor en su exigencia y en su entrega al Padre. Cuando deambula como hija de nadie pretendiendo llegar a ser hermana de todos. ¿De quién acaso, si deja de ser lo que es?

La llamada del evangelio de hoy es clara y comprometedora. Todo radica en mantener a punto nuestra vida de cristianos auténticos, en una continua relación de amor con Dios, formación en su doctrina y compromiso con aquellos a los que Él nos envía cada día. Ello ha de tener una repercusión clara en el lugar que ocupamos en la Iglesia, cada uno según su vocación. Es la manera como le esperamos con nuestras lámparas encendidas.