Oración

Alimento de eternidad

Textos de oración ofrecidos por Christian Díaz Yepes, sacerdote de la archidiócesis de Madrid

Los Seises realizan su tradicional baile durante la misa del Corpus Christi celebrada este jueves en el interior de la Catedral de Sevilla
Cripta de la Catedral de la AlmudenaAgencia EFE

Lectio divina del evangelio de este domingo del Corpus Christi

Una vez pregunté a unos jóvenes qué es lo que más toca su corazón durante la misa y por qué. Todos mencionaron algún gesto o parte de la celebración, destacando cada uno algo que los demás no habían advertido. Aunque todos valorábamos cada aportación, la respuesta de una de las chicas nos impactó a todos:

– El momento que mejor me hace entender cómo nos ama Dios es cuando el sacerdote parte la hostia y nos la muestra a todos antes de comulgar.

– ¿Por qué te hace entender cómo nos ama Dios? –le preguntó otro.

Con una sonrisa radiante, la chica respondió:

–Porque Dios es como esa hostia blanca. Aunque es perfecto, está dispuesto a partirse para que nosotros lo compartamos.

Esta respuesta enlazaba con la experiencia de los primeros cristianos que definían la entera celebración eucarística como la “fracción del pan” (Hechos 2, 42). Dios, porque es amor, no tiene miedo a partirse para re-partirse y com-partirse. El pan partido en la misa es imagen de Cristo que muere; su cuerpo se quiebra, es traspasado por la lanza de la injusticia y la violencia del mundo. A la vez, es re-partido entre todos los que lo reciben con devoción, pero no solo a nivel individual e intimista, sino pan compartido, es decir, que nos relaciona a unos con otros y nos hace uno en él. Por eso también es signo de reconciliación, de la victoria del amor sobre el pecado y la muerte. Verdaderamente es el pan partido para la vida del mundo. Por tanto, el sencillo gesto de partir, repartir y compartir, nos adentra hoy de manera nueva en el misterio del Cuerpo y la Sangre del Señor. Leamos y meditemos:

“En aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos: «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.»

Disputaban los judíos entre sí: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?»

Entonces Jesús les dijo: «Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí. Éste es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre»” (Juan 6, 51-58).

El sacramento eucarístico es un signo de contradicción desde el primer momento en que Cristo lo proclama. Para unos es fuente de vida eterna, mientras que para otros es escándalo y tropiezo. Esto es así porque la Eucaristía es el evangelio hecho alimento corporal. Que el Verbo de Dios se haya hecho carne y se haya dejado matar en la cruz es el mayor escándalo y locura para el mundo, y si además esta carne se hace pan, no lo puede ser menos. Este amor divino hecho carne y sangre, pan que se parte, se reparte y se comparte puede alcanzar y sanar lo más humano: nuestra condición caída. Necesitamos ser alimentados así para obtener la vida eterna, pues no solo de pan temporal vive el hombre, como el maná que comieron los israelitas en el desierto, sino que necesitamos ser sustentados desde lo más íntimo de lo que somos, en el vértice en que se unen nuestro cuerpo y alma, vida física y espiritual. El Cuerpo y la Sangre del Señor llegan a ese punto sagrado para redimirnos y conducirnos a la eternidad.

Estamos acostumbrados a querer ser fuertes y defendernos. Sin embargo, el camino cristiano nos propone un movimiento inverso: hacernos débiles y rendirnos para alcanzar la verdadera fortaleza y plenitud de vida. Porque el amor nos eleva en la medida en que descendemos; rindiendo nuestras armas alcanzamos la victoria. Esto pasa porque Cristo nos invita a seguirle en su ejemplo de humildad y total entrega, que recibe como resultado la glorificación. Hoy estamos llamados a redescubrir y exaltar con nuestra piedad el punto de encuentro de ese abajamieno de amor de Cristo hacia nosotros y de la nuestra hacia él, que es el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre

La sagrada Hostia es Dios mismo hecho alimento corporal para darnos la plenitud personal. Que el Verbo de Dios se haya hecho carne y se haya dejado matar en la cruz es el mayor escándalo y locura para el mundo, y si además esta carne se hace pan, su misterio se hace aún mayor. Este amor divino hecho sustento que se parte, se reparte y se comparte puede alcanzar y sanar lo más humano: nuestra condición caída y necesitada de redención. Necesitamos ser alimentados así para obtener la vida eterna, pues no solo del pan temporal vive el hombre, sino que necesitamos ser nutridos desde lo más íntimo de lo que somos, en el vértice en que se unen nuestro cuerpo y alma, vida física y espiritual. Solo el Señor en la Eucaristía puede llegar a ese punto sagrado para redimirnos y conducirnos a la eternidad.

Hoy estamos invitados a vivir esa rendición de todo nuestro ser –cuerpo, mente y espíritu– ante la rendición de amor de Cristo hacia su Padre, extendida a la humanidad por su Santísimo Sacramento. El desafío que se nos presenta es si seguir pretendiendo hacernos fuertes y válidos por nosotros mismos o dar el paso humilde y valiente de una rendición que canta victoria, porque rendición de amor, que todo vence y todo transforma. Que al recibir hoy a Cristo en la misa y adorarlo en el altar, dirijamos la mirada a lo que va mucho más allá de cualquier anhelo de este mundo. Él nos hace asumir, trascender y ordenar cada cosa desde una luz y una fuerza que no podemos darnos a nosotros mismos, sino que advienen a nosotros como don de lo alto. No temamos rendirnos en amor y alabanza. Tendremos la oportunidad de valorar más profundamente la entrega de Cristo que se deja partir, repartir y compartir para que vivamos con sabor de eternidad.

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