Religión
Firmeza sobre la fragilidad
Textos de oración ofrecidos por Christian Díaz Yepes, sacerdote de la archidiócesis de Madrid
Lectio Divina del Domingo XXI del tiempo ordinario
Después de haber multiplicado los panes, se hubiera esperado que la popularidad de Jesús hubiese crecido notoriamente. Sin embargo, el evangelio de Juan nos revela un giro sorprendente: Jesús declara que esos panes son una profecía del sacramento de su carne, que debe ser comida para tener vida eterna. Pero a muchos de los oyentes esto les pareció muy duro y le abandonaron. En ese momento crítico el Maestro preguntó a los Doce si también ellos quieren dejarlo. Ahí Pedro habla en nombre de todos y declara que no pueden ir con nadie más, pues solo Jesús tiene palabras de vida eterna. Esa fue su primera confesión de fe (Juan, 6). Pero este episodio no termina aquí. Hoy el evangelio de Mateo nos descubre la cúspide de la profesión de fe de Pedro que sucede a continuación:
«Al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: “¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?”. Ellos contestaron: “Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas”. Él les preguntó: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. Simón Pedro tomó la palabra y dijo: “Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo”. Jesús le respondió: “¡Bienaventurado tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Ahora yo te digo: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no podrán contra ella. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos”. Y les mandó a los discípulos que no dijesen a nadie que él era el Mesías» (Mateo 16, 13-20).
Es crucial recordar que esta dualidad de preguntas de Jesús se produce en un contexto posterior a la multiplicación de los panes, y es importante señalar que ocurre después de que los discípulos atestiguan cómo Jesús camina sobre las aguas y las calma. Jesús busca explorar quién es percibido por la gente y, posteriormente, quién creen sus discípulos que es él. El público, influenciado por antecedentes bíblicos y sus propias perspectivas, ve en Jesús un eco de profetas como Elías, el profeta arrollador que proveyó pan en abundancia a una pobre viuda. Otros ven en él a Juan el Bautista, que preparaba al pueblo para la venida del reino de Dios, pero que aquel entendía bajo criterios mundanos. Por eso, primero Jesús pregunta quién dice la gente que es él y luego qué dicen sus Apóstoles al respecto. La respuesta de Pedro, cuya voz se levanta sobre el resto de ellos, es contundente e inequívoca: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo».
Cristo está invitando a los suyos a entrar en el misterio de su ser: «¿Quién decís que soy?». Por eso la respuesta de Pedro evoca una revelación más antigua y decisiva, la del Nombre y el ser mismo de Dios: «Yo soy el que soy», es decir, el Dios viviente que ama, acompaña y libera a su pueblo (Éxodo 3, 14). Cuando Pedro reconoce a Jesús como el Mesías, lo identifica como el Hijo de este Dios, cuyo misterio se les revela ahora más cercano y concreto que nunca. Él es el Esperado, con quien comparten una comunión inmediata de diálogo, amistad y camino compartido, que deben sostenerse sobre la firmeza de esa confesión. Por eso Cristo da a su frágil discípulo el nuevo nombre de «Piedra» y, por primera vez en la Biblia, habla de la Iglesia, su Iglesia, que habrá de sostenerse y permanecer sobre la firmeza de esta confesión de fe y amor en su persona. Esta es su verdadera fuerza.
Efectivamente, una roca es un claro símbolo de estabilidad y permanencia. Sin embargo, eso es lo que apenas percibe la breve vida de un hombre. Recordemos que en la creación todo está en movimiento y transformación, y también las rocas comparten ese dinamismo. Estas pueden formarse por acumulación de sedimentos, por el enfriamiento del magma subterráneo o por cambios físicos y químicos en sus componentes que a través de los tiempos vuelven a repetir ese ciclo de transformación y crecimiento. Cristo no habrá ignorado esta naturaleza del símbolo que identifica con el discípulo sobre el que asienta su Iglesia. Él conoce su fragilidad personal y, sin embargo, no duda en confiarle lo que más ama con la potestad y la promesa de que prevalecerá ante todas las fluctuaciones del tiempo y los embates del mal. Por eso la Iglesia, paradójicamente, puede cambiar en su apariencia externa, incluso “desaparecer” a los ojos del mundo, como las rocas que quedan sepultadas por movimientos telúricos o por la misma mano del hombre. Sin embargo, la confesión de fe en Jesús como el Hijo del Dios viviente, permanecerá inmutable, sea que se pronuncie desde lo alto de una torre o desde lo oculto de una catacumba. Porque la fuerza que la sostiene es la comunión con el ser mismo de Dios, El que es ante todo y sobre todo, y en cuyo rostro, crucificado y glorioso. se revela nuestro propio rostro, necesitado de su luz y la permanencia de su verdad.
A esa confesión de fe Cristo le da el poder de atar y desatar aquí en la tierra como en el cielo, junto con las llaves para entrar allí. Es decir. todo aquello que unamos por la fe en Cristo y todo lo que liberemos en su nombre permanecerá allá donde él quiere llevarnos por la mediación de su Iglesia y el testimonio apostólico que ella atesora. De ninguna otra mediación Cristo ha dicho palabras semejantes, por lo cual toda auténtica confesión de fe ha de sostenerse en la frágil firmeza del pescador de Galilea, aun cuando arrecien los embates de un mar de persecuciones y escándalos o el mar de fondo de la indiferencia y poco amor ante El que Es. Él hoy te dirige la pregunta que has de responder, no desde las opiniones de la gente, sino como uno de los suyos, un iniciado en la profundidad de su Misterio: «¿Quién dices tú que soy yo?».
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