Actualidad

Milán

Los papas del concilio

Los papas del concilio
Los papas del conciliolarazon

El Concilio Vaticano II puede ser considerado como el de los cinco papas, pues fueron cinco los pontífices que participaron, de una forma o de otra, en él. Juan XXIII, a punto ya de ser canonizado como Juan Pablo II, lo convocó y lo inauguró. Pablo VI, que participó en él como arzobispo de Milán y luego lo clausuró ya como Pontífice. Juan Pablo I, que estuvo en la asamblea conciliar como obispo de Vittorio Veneto. Juan Pablo II, que participó primero como auxiliar de Cracovia y luego como arzobispo de esa misma sede. Benedicto XVI, que no era obispo durante el Concilio pero que estuvo en él en calidad de asesor teólogo de los obispos alemanes asistentes. Cinco Papas conciliares. cinco Papas que estuvieron en la génesis de uno de los acontecimientos más trascendentales de la historia de la Iglesia contemporánea. Cada uno de ellos fue bien diferente del otro, tanto por su carácter como por lo que aportaron al mismo Concilio o a la Iglesia postconciliar. Juan XXIII fue el «Papa bueno» –y no porque a su predecesor, Pío XII, se le considerara malo–, por su bondad natural, su simpatía, sus mil «florecillas» franciscanas que cautivaron al mundo; él no era un hombre optimista, sino profundamente esperanzado y por eso cargó contra los «profetas de calamidades», convencido de que Dios era capaz de obrar maravillas en instrumentos frágiles como los hombres si éstos le dejaban hacer.

Pablo VI se encontró con una maquinaria conciliar que amenazaba quedar fuera de control. Es sabido el pulso que tuvo que echar con el grupo más influyente de obispos, a los que advirtió de que si no se modificaban algunos de los borradores de Constituciones conciliares, él no las iba a firmar, con lo cual se provocaría un enfrentamiento público entre el Papa y la asamblea conciliar de gravísimas consecuencias. Gracias a su habilidad y tacto logró llevar a buen puerto el Vaticano II y luego hizo todo lo que pudo para que su aplicación fuera en clave de continuidad y no de ruptura, como por desgracia tantas veces ocurrió.

Juan Pablo I fue un breve paréntesis, una «sonrisa de Dios», que sirvió para preparar el camino al Pontífice más influyente del siglo XX –y eso que ha sido un siglo de Papas muy valioso–, Juan Pablo II. El Papa Wojtyla cogió el timón de la nave de la Iglesia con decisión y aplicó toda su vida aquella frase de Cristo que pronunció en el balcón de la Plaza de San Pedro nada más aparecer por primera vez: «No tengáis miedo». No tuvo miedo a tomar decisiones, ni a recorrer el mundo animando a los católicos a perder su complejo de inferioridad ante una sociedad cada vez más agresiva y secularizada; aquel «no dejéis que os arrinconen en las sacristías», pronunciado en Madrid durante la consagración de la catedral de La Almudena, refleja muy bien cuál fue el espíritu que logró introducir en la Iglesia durante su largo pontificado.

Después vino el último Papa conciliar, Benedicto XVI. El gran teólogo, quizá el mayor que, como Papa, haya existido en la historia de la Iglesia. Sus discursos eran como una operación quirúrgica llevada a cabo con la precisión de un rayo láser. Sus palabras definían conceptos con una exactitud que no dejaba pie para la confusión o para las interpretaciones. Denunció la aplicación conciliar en clave de ruptura y reclamó la continuidad del Vaticano II con los casi dos mil años precedentes de historia de la Iglesia. Y ahora tenemos al primer Papa que no participó personalmente en el Concilio. Lo vivió, naturalmente, pues ya era sacerdote en ese momento. Un sacerdote jesuita al que le tocó, como provincial de Argentina, aplicar las resoluciones conciliares en el movido mundo de la América Latina del último tercio del siglo XX. Ahora le toca continuar la senda de sus predecesores, aplicando su fórmula propia: cercanía, sencillez, humildad, misericordia. Cada uno de estos papas ha puesto su parte en el gran mosaico de la historia de la Iglesia. No se oponen, se complementan. Ahora dos son santos. Uno está ya cercano a la beatificación –Pablo VI– y del Papa Benedicto y del Papa Francisco, ambos vivos, podemos decir que van dejando un profundo perfume a santidad.