Oración

La plenitud de la Ley

Textos de oración ofrecidos por Christian Díaz Yepes, sacerdote de la archidiócesis de Madrid

La plenitud de la Ley
La plenitud de la Ley Diego Martínez Barrio.Diego Martínez Barrio.

Lectio divina para este domingo VII del tiempo ordinario

La vida cristiana es entrar en el círculo de lo divino que alcanza lo humano y vuelve hasta Dios. Él es la fuente de la compasión y el perdón, porque ante todo es un Dios de amor. De Él solo puede venir misericordia, y cuando llega hasta nosotros espera que respondamos en consecuencia. Como hijos que miran su modelo en el Padre, también nosotros queremos vivir con un corazón abierto para acercarnos a cada persona sin juicios ni condenas, dispuestos a ofrecer el perdón y la ayuda concreta a quien nos necesite. Sigamos leyendo el Sermón de la Montaña:

«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: Habéis oído que se dijo: “Ojo por ojo, diente por diente”. Pero yo os digo: no hagáis frente al que os agravia. Al contrario, si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra; al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también el manto; a quien te requiera para caminar una milla, acompáñale dos; a quien te pide, dale, y al que te pide prestado, no lo rehúyas. Habéis oído que se dijo: ‘Amarás a tu prójimo’ y aborrecerás a tu enemigo'. Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos. Porque, si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis? ¿No hacen lo mismo también los pecadores? Y, si saludáis solo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de extraordinario? ¿No hacen lo mismo también los paganos? Por tanto, sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mateo 5, 38-48).

La lógica del Evangelio es clara: «Dad y se os dará» (Lc 6, 38). Si esperamos recibir algo de Dios, también nosotros debemos ofrecerlo a nuestro prójimo. Esto vale muy especialmente para el perdón, que es el don más precioso que podemos esperar de Dios. Por eso Jesús nos enseña a pedirle: «Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden» (Mt 5, 23). No caigamos en el capricho del que solo espera recibir sin ofrecer nada. Reflejemos el amor divino que viene a nosotros viviendo en consecuencia con lo que aspiramos alcanzar.

El texto del Sermón de la montaña que leemos hoy continúa la proclamación de la ley nueva del evangelio, que no suprime la primera dada a Israel con los Diez Mandamientos, sino que la perfecciona y eleva. Esa primera era imprescindible, y es la cristalización de la ley natural que toda persona puede intuir en su conciencia para procurar el bien y evitar el mal. Sin embargo, era todavía bastante impersonal. «Habéis oído que se dijo a los antiguos…». La proclamación de Cristo eleva esos mandatos a un tú a tú de Dios con el hombre: «Ahora yo os digo». La antigua distancia es superada por la cercanía del Dios misericordioso, que nos habla con palabras y rostro humano en su Hijo. Él acompaña nuestra historia y asume nuestra carne para elevarlas a su nivel más sublime y santo. Desde entonces, la gracia y la plenitud se nos ofrecen como posibilidad cierta. Lo que necesitamos es seguir las huellas del camino que abrió el Salvador y mantener un trato de confianza con él.

La meta que nos propone Jesús es alta, la mayor de todas: alcanzar la perfección divina. Ciertamente, eso no está en nuestra capacidad. Pero sí podemos pedir a Dios que nos avive con su Espíritu y poner las menores resistencias a su acción en nosotros. Esto se llama conversión, que significa cambio de mentalidad, de objetivos y de la vida entera. Los mayores obstáculos que solemos poner a aquella son nuestra incredulidad, el derrotismo de pensar que ya no tenemos remedio, permanecer caídos en nuestros viejos prejuicios, mezquindades y egoísmos. No vivamos solo a partir de lo primero que sentimos. Aventurémonos al «contrasentido» del evangelio, donde se nos muestra que donde abundó el pecado, sobreabundó aún más la gracia. Nuestra pobreza puede ser nuestra mayor riqueza; cada dificultad, una oportunidad; nuestro dolor, fuente de amor. Por todo esto, ríndete hoy en adoración a Cristo crucificado y Resucitado. Ve deponiendo ante él todas las resistencias que puedas reconocer en ti. Atrévete a asumir sus exigencias con confianza y valentía. No quedarás nunca defraudado.