Oración

Adelanto de la vida plena

Textos de oración ofrecidos por Christian Díaz Yepes, sacerdote de la archidiócesis de Madrid

mosaico de la Basílica de la Transfiguración, en Israel
La plenitud de la Ley Custodia Terrae Sanctae

Lectio divina para este domingo II de Cuaresma

Como los primeros discípulos, también nosotros necesitamos captar en mayor profundidad lo que significa la resurrección de Cristo. Por eso en la Cuaresma, desde muy temprano, contemplamos un primer adelanto de esa maravilla, junto con Pedro, Santiago y Juan en el episodio de la Transfiguración. Para alcanzarlo, tenemos que hacer un ejercicio mental, sí, pero sobre todo abrirnos a un nuevo nivel espiritual. Leamos y meditemos:

«En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte, a un monte alto. Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. En esto, se les aparecieron Moisés y Elías que conversaban con él. Tomando Pedro la palabra, dijo a Jesús: “Señor, bueno es estarnos aquí. Si quieres, haré aquí tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”. Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y de la nube salía una voz que decía: “Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle”. Al oír esto los discípulos cayeron rostro en tierra llenos de miedo. Mas Jesús, acercándose a ellos, los tocó y dijo: “Levantaos, no tengáis miedo”. Ellos alzaron sus ojos y ya no vieron a nadie más que a Jesús solo. Y cuando bajaban del monte, Jesús les ordenó: “No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos”.» (Mateo 17, 1-9-9).

Los discípulos se preguntaban qué querría decir aquello de resucitar de entre los muertos porque era inimaginable el destino de su Maestro, la muerte en cruz. Sin embargo, para prevenir el escándalo que esto les causaría, Dios les da un adelanto de su consiguiente glorificación por medio de su transfiguración. Este es un episodio difícil de comprender y describir para los discípulos, pues aunque se les manifestó sensiblemente bajo la luz celeste, la aparición de Moisés y Elías y la voz misteriosa, eso les conmovió y envolvió de tal manera que no hallaron cómo explicarlo. Será después de la resurrección de Cristo cuando puedan recordarlo y empezar a comprender su significado.

Para Dios no hay sacrificio sin gloria, porque no hay lucha sin recompensa. El odio del mundo no puede tener la última palabra sobre los que siguen la voluntad divina. Porque la cruz es camino hacia la luz. Este es el primer gran mensaje de la Transfiguración. Jesús va de camino a Jerusalén, pero no para arrebatar el poder fastuoso de este mundo, sino para hacerse Señor de cielos y tierra rebajándose hasta la más honda oscuridad humana. La suya es una peregrinación que va más allá de la historia. Por eso él combate la batalla decisiva contra los poderes que la someten, crucificando en su propia carne el mal y la muerte. De ahí que el Nuevo Testamento exprese: “Si Cristo no hubiese resucitado, vana sería nuestra fe, vana también nuestra esperanza” (1Co 15, 14). Por eso hemos de preguntarnos qué significa para nosotros la resurrección del Señor. ¿Le experimentas resucitado y vivo en tu propia vida?

Dios es el origen de nuestra existencia, y también su fin. Entre una y otra realidad transcurre nuestra vida presente. Cristo, quien es en sí mismo la Verdad, la Vida y el Camino, nos acompaña haciéndose con nosotros el Caminante. Toda su historia terrena describe cómo él comparte nuestra peregrinación -más bien ascensión- hasta Dios. En medio de su itinerario, marcado por sus grandes parábolas y enseñanzas, acontece el episodio de su Transfiguración. Por eso hemos de entender que así como la realidad más profunda de Cristo se manifiesta en su camino de oración personal, la lucha contra la mentira, la amistad con sus discípulos y el amor por todos los que encuentra, también nosotros podemos experimentar la presencia de Dios en y entre nosotros. Esto ocurre al volver nuestra mirada hacia nuestra alma para entablar desde allí relaciones profundas y sentidas con los que amamos. Esto ocurre cuando oramos de corazón y también cuando vivimos en el amor hacia los demás; cuando nuestros gestos y palabras brotan de lo más puro y verdadero que podemos ser. No desperdiciemos estos momentos de luz que Él nos ofrece. Que allí encontremos fuerza para superar toda prueba y adversidad.

En un momento de recogimiento, hazte consciente de que provienes del amor de Dios. En Él hallas tu ser más profundo, libre de apegos y temores. Pídele entonces que te muestre que tu destino está en volver a Él. Permanece adorándole en silencio. Contempla desde allí tu propia vida como el viaje que recorres junto a Cristo, quien te abre camino y sostiene tu andar. Entonces ora con estas o con tus propias palabras

En cada instante en que te elijo, mi Dios, soy como quien acrisola tesoros en la hoguera o como quien asienta con pasión piedra sobre piedra hasta levantarte un templo.

Mis manos esparcen semillas en la tierra en cada mano que estrecho. Así soy como un pescador que sabe dónde navega en la noche.

Cada instante de anhelo es volver a dejar todo fuera de nosotros. Y tan dentro.

En la danza de las estrellas oteo tus maravillas, que aguardan mi respuesta para darse al mundo entero.

Entonces caigo rostro en tierra y te adoro, prodigio de amor. Elevo mi canto como velas de una barca guiada por tu aliento.

Y brillamos desde ti con una vida plena.