Religión
El revés de la cruz: Meditación para este segundo domingo de Cuaresma
Ante la profecía que Jesús realiza sobre su propio destino, los discípulos se preguntaban qué querría decir aquello de resucitar de entre los muertos
Ante la profecía que Jesús realiza sobre su propio destino, los discípulos se preguntaban qué querría decir aquello de resucitar de entre los muertos. Porque era inimaginable para ellos la suerte del Mesías. Sin embargo, para prevenir el escándalo que les causaría su muerte en la cruz, Dios les da un adelanto de la glorificación que recibiría Jesús haciéndoles testigos de su transfiguración, tal como lo contemplamos en el evangelio de este domingo:
«En aquel tiempo, Jesús tomó a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a lo alto del monte para orar. Y, mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió y sus vestidos brillaban de resplandor. De repente, dos hombres conversaban con él: eran Moisés y Elías, que, apareciendo con gloria, hablaban de su éxodo, que él iba a consumar en Jerusalén. Pedro y sus compañeros se caían de sueño, pero se espabilaron y vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con él. Mientras estos se alejaban de él, dijo Pedro a Jesús: “Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Haremos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”. No sabía lo que decía. Todavía estaba diciendo esto, cuando llegó una nube que los cubrió con su sombra. Se llenaron de temor al entrar en la nube. Y una voz desde la nube decía: “Este es mi Hijo, el elegido, escuchadlo”. Después de oírse la voz, se encontró Jesús solo. Ellos guardaron silencio y, por aquellos días, no contaron a nadie nada de lo que habían visto» (Lucas, 9, 28-36).
Era inimaginable el destino de Cristo: Morir en la cruz como un malhechor y resucitar en gloria como Dios. Por eso sus discípulos se preguntaban qué querría decir la resurrección que él anunciaba. Porque para Dios no hay sacrificio sin gloria, ni lucha sin recompensa. El odio del mundo no puede tener la última palabra sobre los que siguen al Buen Pastor, que no nos promete privarnos de oscuridades, sino que su cayado nos dará sosiego en medio de ellas (Salmo 23). También nosotros podemos experimentar muchos adelantos de la glorificación que Dios quiere otorgarnos, por ejemplo, cada vez que tomamos con amor nuestra cruz de cada día o cuando entramos en diálogo con Él en la oración. No desperdiciemos estos momentos de luz que su amor nos ofrece y que estos nos den fuerza para superar toda adversidad. Uniendo nuestros dolores a la pasión del Salvador, podemos experimentar algo de la gloria que él nos ha ganado y espera darnos en plenitud.
El acontecimiento de la transfiguración es un signo y oportunidad a aprovechar en nuestro presente. Porque hemos de reconocer que continuamente estamos tentados a dar simples pasos de un lado a otro, pero sin alcanzar metas precisas y duraderas, que tantas veces exigen lucidez y constancia. Tantas veces buscamos alguna luz, pero nuestra decepción es grande al comprobar que era solo artificial. Se nos induce a cuidar la apariencia, pero a aspirar a la trascendencia; se nos enseña a figurar, pero no a transfigurar. Tantos presumen de dar saltos temerarios hacia adelante, pero que no pocas veces conducen al vacío. Por eso es necesario aprender que la verdadera luz es la que transfigura lo aparente para dejar ver lo más profundo y más real, que permite atisbar lo eterno aquí y ahora mismo.
¿Qué nos enseña el evento de la transfiguración del Señor al iniciar la Cuaresma? Que el camino de la cruz, hacia el cual avanza Cristo en su ascensión hacia Jerusalén, no tiene como fin el dolor por sí mismo. Su fin es la gloria de Dios y la transformación de la humanidad. Ambas realidades están mística y contundentemente expresadas en este fenómeno único, donde resplandece la divinidad en la humanidad del Salvador. Pero atención: Así como este acontecimiento nos previene de aquel primer error, también evidencia que una auténtica experiencia de la luz divina nunca viene sin asumir antes el sacrificio y la entrega de sí mismo en el amor. Es decir, aquí está la necesaria advertencia contra toda espiritualidad meramente sentimental y de efectos inmediatos. Cristo muestra su gloria a los discípulos y estos quedan maravillados, sí, pero no les aleja del camino de la cruz por el que ellos han de acompañarle, pasando sus propias pruebas de fe. Ellos volverán a contemplar su gloria, solo después de acompañarle en la agonía de Getsemaní y en el Calvario, de negarle y volver a su gracia. Solo así podrán ser auténticos testigos de su poder y de su luz.
Por todo esto, para vivir la transfiguración es preciso aspirar a lo más alto a través de la tenacidad de la fe, el aliento de la esperanza y la atención de la caridad. Porque todo lo terreno pasa y lo que el mundo considera felicidad suele ser mera ilusión. ¡Qué distinta una vida con los ojos y el corazón abiertos, elevada hacia cimas más valiosas y proyectada más allá de nuestros límites! La gracia divina en un alma trasfigura la caducidad de lo transitorio y deja una estela que otros pueden seguir. Preguntémonos, por tanto, dónde estamos poniendo nuestra esperanza ¿En Dios, que saca bien del mal y no permite que pasemos una prueba sin darnos la fuerza para superarla, o en nuestros medios, siempre insuficientes? Cristo nos hace descubrir que toda sombra tiene su revés luminoso; toda dificultad es una oportunidad; toda cruz, camino hacia la luz.