Oración

Tormentas que llevan más allá

Textos de oración ofrecidos por Christian Díaz Yepes, sacerdote de la archidiócesis de Madrid

Tormentas que llevan más allá
Tormentas que llevan más allá José Javier Míguez Rego.

Lectio divina de este domingo XII del Tiempo Ordinario

Cuando Dios quiere llevarnos más allá de lo conocido y manejable, muchas veces nos adentra en la tormenta. Allí el viento en contra y el zarandeo de las olas pueden aferrarnos a lo más valioso, que es el amor con el que estemos viviendo o justo ese que nos falta vivir bien. Precisamente aquí es decisivo el paso de la fe, la pregunta acerca de quién es ese que se nos está revelando como Dios omnipotente y cercano Salvador. Meditemos atentamente:

«Un día, al atardecer, dijo Jesús a sus discípulos: “Vamos a la otra orilla”. Dejando a la gente, se lo llevaron en barca, como estaba; otras barcas lo acompañaban. Se levantó una fuerte tempestad y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua. Él estaba en la popa, dormido sobre un cabezal. Lo despertaron, diciéndole: “Maestro, ¿no te importa que perezcamos?”.  Se puso en pie, increpó al viento y dijo al mar: “¡Silencio, enmudece!”. El viento cesó y vino una gran calma.  Él les dijo: “¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?”.  Se llenaron de miedo y se decían unos a otros: “¿Pero quién es este? ¡Hasta el viento y el mar lo obedecen!” ». (Marcos 4, 35-40)

Una vez me decía un amigo que tenemos que cuidarnos de vivir desde el miedo porque, según su misma expresión, “el miedo es ateo”. Esta provocación me resultó muy iluminadora, y desde entonces la he podido comprobar en circunstancias muy variadas. La experiencia de los discípulos en este evangelio nos lo muestra magníficamente. Aquí lo central es qué es y qué valor tiene la fe. Al mismo tiempo, se evidencia que el miedo es su pecado contrario, la más triste manera de no creer en Dios.

En este pasaje los discípulos estaban empezando a conocer la gloria de su Señor, y tenían que crecer en lo que significa seguirle. Necesitaban pasar de los movimientos más básicos del alma, que son las emociones y primeros impulsos, al descubrimiento de Dios con la totalidad de sus cuerpos, mentes y espíritus. Es decir, necesitaban experimentarle como Aquel que envuelve y lleva a plenitud todo nuestro ser personal. Porque hasta entonces seguían a Jesús por sus palabras, milagros y por la idea de un Mesías que resolvería los problemas del pueblo. Entonces llegó el momento de descubrirle como el que tiene la primera y última palabra sobre todo lo que existe. Por eso puede permanecer confiado y sereno en la barca bajo la tormenta.

Cristo hace pasar a los suyos del miedo a la fe, de la desesperación a la seguridad. Él les adentra en el mar tempestuoso para hacerles superar el miedo ante los peligros externos, y también mostrarles que Dios actúa cuando parece que les ha arrojado a la desventura. Es ahí donde el miedo, que aparece inicialmente como una reacción a la amenaza externa, se hace más interior y se transfigura por la gracia de Dios en el vértice del alma donde Él hace experimentar el consuelo y la fuerza de su cercanía. Si fe no llega ahí, nos quedaríamos en una religiosidad periférica y no dejaríamos de reaccionar impulsivamente ante cualquier adversidad. No llegaríamos a conocernos verdaderamente ni ofreceríamos una respuesta de amor fuerte y confiada a Dios, que nos quiere llevar siempre más allá.

En las horas de tormentas que parecen hacernos zozobrar, recordemos que no estamos arrojados a la desgracia. Existimos por la fuerza divina que nos hace unir inteligencia y fortaleza, prudencia y valentía, humildad y heroísmo. Es lo que debemos vivir cuando se levantan contrariedades y confusiones como viento en contra y olas que nos superan. Porque siempre las más peligrosas tormentas son las que dejamos desatar dentro de nosotros mismos. Dejemos que allí la fuerza de Cristo nos diga «calla, enmudece», y así experimentemos su paz.