Religión

Vigilar para acrecentar

Textos de oración ofrecidos por el sacerdote – vicario parroquial de la parroquia de Santa Ángela de la Cruz, Madrid

El Juicio Final de Miguel Ángel
El Juicio Final de Miguel ÁngelLa Razón

Lectio divina de este domingo XIX del tiempo ordinario

«Al que mucho se le dio, mucho se le reclamará; al que mucho se le confió, más aún se le pedirá». Con estas palabras concluye el evangelio de este domingo, después de exhortarnos el Señor a ser vigilantes y diligentes hacer crecer sus dones. ¡Qué cantidad tan grande de bendiciones las que Dios nos confía! ¡Qué poco los reconocemos y los multiplicamos! Leamos con atención:

«En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “No temas, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino. Vended vuestros bienes y dad limosna; haceos bolsas que no se estropeen, y un tesoro inagotable en el cielo, adonde no se acercan los ladrones ni roe la polilla. Porque donde está vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón. Tened ceñida vuestra cintura y encendidas las lámparas. Vosotros estad como los hombres que aguardan a que su señor vuelva de la boda, para abrirle apenas venga y llame. Bienaventurados aquellos criados a quienes el señor, al llegar, los encuentre en vela; en verdad os digo que se ceñirá, los hará sentar a la mesa y, acercándose, les irá sirviendo. Y, si llega a la segunda vigilia o a la tercera y los encuentra así, bienaventurados ellos. Comprended que si supiera el dueño de casa a qué hora viene el ladrón, velaría y no le dejaría abrir un boquete en casa. Lo mismo vosotros, estad preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre”. Pedro le dijo: “Señor, ¿dices esta parábola por nosotros o por todos?”. Y el Señor dijo: “¿Quién es el administrador fiel y prudente a quien el señor pondrá al frente de su servidumbre para que reparta la ración de alimento a sus horas? Bienaventurado aquel criado a quien su señor, al llegar, lo encuentre portándose así. En verdad os digo que lo pondrá al frente de todos sus bienes. Pero si aquel criado dijere para sus adentros: ‘Mi señor tarda en llegar’, y empieza a pegarles a los criados y criadas, a comer y beber y emborracharse, vendrá el señor de ese criado el día que no espera y a la hora que no sabe y lo castigará con rigor, y le hará compartir la suerte de los que no son fieles. El criado que, conociendo la voluntad de su señor, no se prepara ni obra de acuerdo con su voluntad, recibirá muchos azotes; pero el que, sin conocerla, ha hecho algo digno de azotes, recibirá menos. Al que mucho se le dio, mucho se le reclamará; al que mucho se le confió, más aún se le pedirá”» (Lucas 12, 32-48).

La primera noticia buena y bella del evangelio de hoy es que nuestras virtudes personales no se deben a nuestros merecimientos, sino que nos han sido ofrecidas gratuitamente por Dios. Eso nos libera de la premura por triunfar y las ansias de pretender ser lo que no somos. ¡Cuántos afanes, tropiezos e infelicidades se originan en este desacierto! ¡Cuánta libertad y cuánta paz, en cambio, las de quien reconoce y agradece lo recibido de Dios! Por eso conviene hacer hoy un repaso de nuestra vida e ir detallando esas capacidades, virtudes y destrezas con las que contamos. Vayamos agradeciendo a Dios por unas y otras, pidiéndole a la vez que nos haga capaces de multiplicarlas en favor de muchos.

Con mayor razón, esta vigilancia y gratitud se exige a quienes han sido constituidos pastores del rebaño de Cristo. A ellos no solo se les ha dado mucho, sino que han sido encargados de custodiar lo más precioso: el alma de los fieles y la verdad del Evangelio. La figura del administrador fiel y prudente —que reparte a su tiempo el alimento— no es solo una imagen bonita o literaria: es una advertencia. Porque también existe el administrador infiel, aquel que se aprovecha del encargo, que abusa de su posición, que olvida que es siervo y comienza a comportarse como amo. Ese es el siervo que, convencido de que el Señor “tarda en venir”, maltrata y corrompe. Es el que olvida que será juzgado por el Dueño verdadero.

En nuestros días, no podemos cerrar los ojos ante el doloroso espectáculo de tantos pastores que se han ido convirtiendo en lobos. No se trata de señalar personas concretas, sino de discernir una actitud que se ha infiltrado en no pocos ámbitos de la Iglesia: el abandono de la verdad revelada en favor de consensos humanos, la instrumentalización del Evangelio para ideologías pasajeras, el encubrimiento del pecado bajo formas de falsa compasión. A esto se suma una cultura eclesial que, en lugar de alimentar con el pan de la doctrina sólida y la caridad pastoral, entretiene a los fieles con ambigüedades y promesas vacías, o simplemente guarda silencio.

Las reuniones interminables, las consultas sin fin, los documentos de redacción vaporosa y el juego de equilibrios diplomáticos no son, por sí mismos, signos de comunión. Pueden ser, si no se centran en Cristo y en su voluntad, maneras de eludir el mandato claro del Señor: “Reparte el alimento a su tiempo”. Porque, ¿cuál es el alimento que necesitan los fieles? ¿Acaso no es la verdad que libera, la gracia que transforma, la corrección que salva? Cuando ese alimento no se ofrece, o se ofrece adulterado, el rebaño languidece y se dispersa. El pastor se convierte en mercenario, y el lobo entra por la puerta.

Así lo advirtió san Agustín con palabras severas y proféticas: “Sois pastores, y aún así os convertís en lobos. Lleváis la apariencia de pastores, pero vuestras obras os delatan”. Es una exhortación que no envejece, porque la tentación del poder y del acomodo sigue acechando a la Iglesia. El pastor que ya no vela ni sirve, sino que busca conservar su cargo, agradar al mundo o proteger estructuras. No es el encargo lo que le convierte en fiel, sino su respuesta a ese encargo. Y si deja de ser testigo, no podrá ser guía.

Volvamos al texto sagrado: «Al que mucho se le dio, mucho se le reclamará». No es una amenaza, sino una verdad. Dios no exige más de lo que da, pero no acepta que se esconda el talento, ni que se malgaste su herencia. Hoy más que nunca, la Iglesia necesita pastores vigilantes, ceñidos, dispuestos a abrir la puerta al Señor aunque venga en la noche. No es hora de dormir ni de entretenerse: es hora de despertar, de anunciar, de servir. Porque el Señor llega, y viene a pedir cuentas.

¿Y cuál es, entonces, el papel de los fieles ante esta situación? No el de la crítica amarga ni la resignación silenciosa, sino el de la oración perseverante y la caridad activa. Los laicos están llamados a sostener espiritualmente a sus pastores, orando por ellos, animándolos en lo que hacen bien, y ayudándoles —con respeto, pero también con claridad, que es una forma de caridad— a corregir lo que está mal. Amar a los pastores no es aplaudirles todo, sino recordarles, cuando es necesario, quiénes son y qué se espera de ellos: que vivan su sacerdocio sin dobleces, que estudien, que oren, que celebren con fervor y que se muestren como lo que son, con dignidad, sin complejos ni disfraces de paisanos. El pueblo de Dios puede y debe pedir a sus sacerdotes que lo sean a tiempo completo, no sólo en el altar, sino en la calle, en el trato, en la manera de hablar, vestir, decidir y vivir. Si el mal obrar se repite y causa escándalo, con caridad y verdad también es justo advertir a sus superiores, no por venganza ni por orgullo, sino por amor a la Iglesia y al bien de todos.

La Iglesia no se salva sola ni desde arriba: nos salvamos vigilando en Cristo unos por otros, sosteniéndonos en la oración y en la verdad.