Opinión
Kijimea
Nombre rarísimo, cierto, el que hoy campea en la primera columna que escribo para LA RAZÓN después del paréntesis estival. Cuesta memorizarlo y, de hecho, tengo que meterme en Google cada vez que voy a la farmacia para adquirirlo. ¿De dónde diablos habrá sacado el laboratorio que lo fabrica el nombrecito en cuestión?
Estaba yo a finales de julio echándome una siesta sobre el sofá de mi casona de Castilfrío cuando vi con el rabillo del ojo, medio adormilado ya, en la pantalla de la tele, que estaba encendida, un anuncio en el que se hacía referencia al fármaco cuyo uso me dispongo a recomendar aquí con el entusiasmo que, a mi juicio, merece. Sirve, según el prospecto que por imperativo legal lo acompaña, para eliminar o, por lo menos, reducir las engorrosas molestias originadas por una de las enfermedades, relativamente leves, aunque no tanto como se dice, que más abundan en esta época de estrés generalizado. Aludo al colon irritable, que puede llegar a ser incapacitante en lo relativo a todas las tareas que se ejecuten fuera de casa o lejos del váter. No creo necesario ser más explícito. La kijimea, aseguraba el spot, cura –¡por fin!– a partir de la primera semana de ingesta esa dolencia, que yo también, a rachas, y desde tiempo inmemorial, he padecido. Ahora ya no. No suelo dar crédito a las mentirijillas usuales en la publicidad, pero en esta ocasión lo hice, corrí a la farmacia que más cerca me pillaba y adquirí una caja del producto. Era voluminosa y, también, pues todo hay que decirlo, tirando a cara, pero traía muchas pastillas y bastaba, según el prospecto, con tomar dos de ellas una vez al día para que sus efectos se produjeran.
Fue mano de santo. Mis síntomas se suavizaron casi desde el principio y desaparecieron, hasta nueva orden, una semana después. No sé si a todo el mundo le pasará lo mismo. De sobra sé que en la respuesta a los fármacos suele intervenir a menudo un factor estrictamente individual. Sólo digo que en mi caso la kijimea ha cumplido todas las expectativas y que ahora puedo salir de casa, sobre todo en las dos horas siguientes al desayuno, sin apuros.
Le aconsejo, lector, que si usted lo tiene por culpa de los caprichos de su colon, haga lo mismo. Por probar nada se pierde.
Y conste que esto no es un publirreportaje de ésos que tan a menudo nos cuela la prensa, sino, simplemente, un consejo gratuito y de buena voluntad.
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