Opinión
La fragilidad
Los seres humanos del siglo XXI nos sentimos casi súper héroes gracias a la tecnología. Los clicks nos confieren súper poderes con los que podemos convertirnos en investigadores diligentes, médicos repentinos, jueces momentáneos y hasta en corresponsales de cualquier parte del universo. Nuestra memoria y conocimiento se amplían hasta el infinito gracias a San Google y no es más sabio quien más conoce, sino quien más capaz es de encontrar lo que busca. Pero, ¿qué sucede cuando la naturaleza nos pone a prueba arrebatándonos nuestras herramientas imprescindibles? Hace apenas tres días, una tormenta pavorosa que descargó su furia sobre Madrid fundió, con sus rayos y truenos (más bien con los primeros) multitud de aparatos tecnológicos conectados a la red eléctrica. Hubo congeladores capitalinos afectados que dejaron de enfriar para siempre, televisores que nunca más volverán a emitir más imágenes y, ay, ordenadores que jamás se reiniciarán. Entre ellos, el mío. Cuando traté de encenderlo y comprobé que el aparato no reaccionaba me pareció encontrarme en la antesala de la muerte donde, según cuentan, la luz blanca lo invade todo y los recuerdos de toda una vida pasan a la velocidad de un cielo de Coppola. Mis archivos, mis secretos, las primeras 30 páginas de mi nueva novela y mi posibilidad de descubrir cualquier cosa en el fondo de la pantalla acababan de desvanecerse. Mientras mi ángel de la guarda (o sea el técnico) trataba de consolarme asegurándome que rescataría de las fauces del computador muerto hasta el último adjetivo, yo me sentía indefensa. Desnuda sin mis cosas. Inútil sin mi ordenador. «Siempre nos quedará el móvil», dijo el técnico. Y pensé que era verdad pero que, cuando recuperara mi ordenador, su sonido de inicio me salvaría más que aquella vieja canción que tocó otra vez Sam…
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