Homilía en el Vaticano

Un Papa «abierto al mundo»

León XIV preside la misa de inicio de su pontificado con 200.000 peregrinos y cerca de 150 delegaciones nacionales

León XIV se ha presentado ante los católicos y ante el mundo "como un hermano que quiere hacerse siervo de su fe y de su alegría». Esa fue su particular carta de credenciales en la homilía que pronunció en el marco de la multitudinaria eucaristía de inicio de su pontificado en la Plaza de San Pedro. Ante cerca de 200.000 personas y jefes de Estados y de Gobierno de 150 países, el primer Papa norteamericano de la historia además ha estado arropado por quince patriarcas y arzobispos orientales, 200 cardenales, a los que se han sumado 750 obispos más 130 prelados de la Capilla Papal.

El Papa Robert Prevost ha cumplido con todos los ritos establecidos en una liturgia rica en simbolismo, que arrancó en torno a las nueve y media de la mañana. El Pontífice agustino recorrió durante más de veinte minutos la plaza y Via della Conciliazione para saludar a los peregrinos. Poco antes de las diez de la mañana dirigía una breve oración en las grutas vaticanas, bajo el altar de la confesión de la basílica vaticana, junto al tradicional lugar de martirio y enterramiento de san Pedro.

Ya en la plaza, tras comenzar la liturgia propia de una misa dominical, y después de escuchar el Evangelio en latín y griego, recibió el palio y el anillo del pescador que le revistieron de autoridad como pastor del orbe católico y sucesor de Pedro, el primer Papa de la historia. Resultó especialmente significativo que, por decisión personal de León XIV, se cambiaran los nombres de quienes en principio debían llevar las riendas, precisamente para que tuviera un calado universal. El cardenal diácono Mario Zenari –el segundo del orden tras Dominique Mamberti– ofreció el palio como europeo; el africano Fridolin Ambongo, de los cardenales presbíteros, entonó la oración correspondiente y el asiático Luis Antonio Tagle entregó el anillo. Justo en ese instante se vio al Prevost más humano, deteniéndose a observar ya en su dedo anular la insignia.

También se constató ese deseo de visibilizar la catolicidad y universalidad de la Iglesia en el rito de la obediencia cuando se pudo ver al purpurado canadiense Francis Leo y al brasileño Jaime Spengler, mientras que de Oceanía se acercó al altar John Ribat, de Papúa Nueva Guinea. Junto a ellos, también participaron en este gesto que busca simbolizar el apoyo de los doce apóstoles a Jesús un obispo, un sacerdotes, dos religiosos, un diácono, un matrimonio y dos jóvenes. La selección no fue ni mucho menos aleatoria. Por un lado, se encontraba el obispo de Callao, el comboniano peruano Luis Alberto Barrera, diócesis de la que Robert Prevost fue administrador apostólico en un tiempo interno convulso. El cura elegido fue Guillermo Inca Pereda, secretario de la Conferencia Episcopal de Perú. Los religiosos eran los máximos responsables de las dos plataformas que aglutinan a los consagrados y consagradas del planeta: la recién elegida Oonah O’Shea, de la Congregación de Notre Dame de Sion, y el prepósito de los jesuitas, Arturo Sosa. El diácono permanente Teodoro Mandato, trabajador de la empresa municipal de transporte de Roma, cubrió el cupo de la presencia italiana. Desde Chiclayo, la diócesis que pilotó el hoy Pontífice, procedía el matrimonio formado por Rafael Santa María y Ana María Olguín, mientras que los jóvenes también eran peruanos.

Con este respaldo del Pueblo de Dios, León XIV tomó la palabra y compartió una homilía que arrancó fundiéndose en las raíces de su ser y hacer como agustino, echando mano de una cita del fundador de la Orden de la que fue superior general durante doce años: «Nos has hecho para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti». Con este compromiso de entrega por delante, confesó el encargo recibido por los cardenales electores y que pasa por ser, a la vez, un pastor «capaz de custodiar el rico patrimonio de la fe cristiana» y afrontar «los interrogantes, las inquietudes y los desafíos de hoy». «Fui elegido sin tener ningún mérito», señaló con humildad, a la vez que admitió asumir esta nueva responsabilidad «con temor y temblor».

Con estas premisas, presentó el primer deseo de su Pontificado en estos incipientes pasos al frente de los 1.400 millones de católicos que se reparten por los cinco continentes: «Una Iglesia unida, signo de unidad y comunión, que se convierta en fermento para un mundo reconciliado». Al paso, aclaró que esta búsqueda de la unidad «no anula las diferencias, sino que valora la historia personal de cada uno y la cultura social y religiosa de cada pueblo». En este tirón de orejas eclesial pidió a los cristianos evangelizar «sin encerrarnos en nuestro pequeño grupo ni sentirnos superiores al mundo» para ser verdaderamente «pequeña levadura de unidad, de comunión y de fraternidad».

De hecho, hizo un llamamiento explícito a configurar «una Iglesia misionera, que abre los brazos al mundo» y que «se deja cuestionar por la historia». O, lo que es lo mismo, insertarse en medio de la sociedad, en diálogo abierto con otras confesiones cristianas, con otras religiones y con los no creyentes. Para lograrlo, definió cómo ha de ser ese estilo que debe adoptar: «No se trata nunca de atrapar a los demás con el sometimiento, con la propaganda religiosa o con los medios del poder». ¿El objetivo de esta particular alianza global? «Construir un mundo nuevo donde reine la paz», sentenció.

A este empeño, le añadió la impronta social propia de León XIII, el Pontífice del que no solo ha tomado su nombre. Así, citó a su encíclica «Rerum novarum» para enmarcar la crítica que lanzó a un contexto neocapitalista y belicista marcado por «demasiada discordia, demasiadas heridas causadas por el odio, la violencia, los prejuicios, el miedo a lo diferente, por un paradigma económico que explota los recursos de la tierra y margina a los más pobres». Frente a ello, el nuevo Papa lanzó un grito alternativo: «¡Esta es la hora del amor!». Y para transformarlo en realidad, puso sobre el altar ese «espíritu misionero» que ha guiado su vocación como agustino.

León XIV solo fue interrumpido en su homilía con un aplauso por los presentes cuando recordó «la tristeza» que sintió tras la muerte de Francisco.