Nuevos estudios sobre longevidad
¿Viviremos 150 años?
Solo desde hace unas décadas la genética y los fármacos antiaging se utilizan con eficacia
Ningún ser humano ha llegado jamás (que se sepa) al límite de edad con el que la naturaleza nos ha dotado. Todos morimos antes de lo que, en teoría, está previsto en nuestros genes. La esperanza de vida al nacer es una variable que todavía depende de infinidad de factores no biológicos: sociosanitarios, económicos, políticos, geográficos. Pero, ¿cuánto llegaríamos a vivir si todas las condiciones ambientales favorecieran la supervivencia dictada por la biología de nuestra especie?
Esa es una pregunta que la ciencia lleva décadas haciéndose y que, a la luz de recientes descubrimientos, podría empezar a tener respuesta.
La persona conocida más longeva de la historia fue la francesa Jeanne Louis Calment que falleció tras cumplir 122 años y 164 días en la ciudad de Arlés. Pero los expertos en envejecimiento humano creen que nuestro límite como especie puede llevarnos mucho más lejos. Al menos, hasta los 150 años.
Eso es lo que determina una reciente investigación llevada a cabo en la Universidad de Georgia, Estados Unidos, por el doctor David McCarthy tras analizar datos demográficos de 19 países durante los últimos tres siglos y compararlos con los conocimientos actuales sobre genética humana.
El autor del trabajo ha utilizado la estadística demográfica y potentes algoritmos de proyección para descifrar cuál puede ser la longevidad máxima potencial del ser humano.
Los datos demuestran que durante la mayor parte de la historia de la humanidad la esperanza de vida de nuestra especie no superó los 40 años. Hoy, ronda los 80. Pero, aun así, las mejoras reales en nuestra longevidad siguen siendo bastante lentas y muy alejadas del límite teórico que podríamos alcanzar.
De hecho, los nacidos entre 1900 y 1950 todavía pertenecen a una generación que encuentra muy difícil batir récords de longevidad. Hasta muy recientemente, las mejoras en la lucha contra el envejecimiento partían fundamentalmente de avances en las condiciones sanitarias, higiénicas y de alimentación. Pero las grandes revoluciones antiedad son demasiado recientes. Solo desde hace unas décadas la genética, los fármacos antiaging, las dietas específicas y otras prácticas de rejuvenecimiento se ha aplicado de manera más generalizada. Los resultados de estas tendencias aún no se han reflejado en un cambio radical de las curvas de longevidad. Dicho de otro modo, los que hoy estamos vivos todavía no nos hemos beneficiado de ellas. Lo harán seguramente nuestros hijos o nietos.
De manera que es muy probable que sean ellos los que sí empiecen a acercarse al límite biológico. ¿Será este los 150 años?
Esa es la cifra que han arrojado recientemente algunos estudios biológicos. Científicos de la Universidad de Singapur, por ejemplo, desarrollaron un modelo informático basado en el análisis genético de miles de individuos de Estados Unidos y del Reino Unido. El sistema de inteligencia artificial incorporaba variables sobre resistencia física, alimentación, capacidad de regeneración de heridas, propensión a enfermedades crónicas y hábitos de vida. El resultado fue que, en condiciones ideales, la esperanza de vida humana podría llegar a ser el doble de la actual. El programa descubrió que por mucho que mejoren nuestras condiciones de vida, a partir de los 120 años el organismo empieza a perder su capacidad de resiliencia y a los 150 años la pierde del todo.
En este sentido, la biología ha comenzado a dar algunas claves interesantes. Hoy sabemos que buena parte de nuestra capacidad de envejecimiento depende de las llamadas células senescentes.
La llamada senescencia celular es un proceso que se inicia como respuesta al estrés o el daño que padece una célula con el paso del tiempo. Cuando se produce un daño de un tejido –por una enfermedad, un traumatismo o por envejecimiento– aparece un tipo de célula cuyo ciclo celular se ha detenido. Biológicamente no son células muertas, pero permanecen en estado de hibernación irreversible.
El cuerpo tiene dos modos de evitar que las células proliferen de manera incontrolada eternamente. Una es la «muerte programada», técnicamente conocida como apoptosis. La segunda es la generación de estas células senescentes hibernadas. De no existir estos dos mecanismos, todas las células terminarían en algún momento descontrolándose y generando tumores.
Deterioro de tejidos
Pero el pago por este mecanismo de defensa es envejecer. Con el aumento de la muerte celular y la senescencia, nuestros tejidos se deterioran y mueren poco a poco.
Buena parte de la ciencia anti envejecimiento consiste precisamente en retirar, compensar o inhibir el efecto deletéreo de esas células.
Pero si pudiéramos hacerlo, tampoco viviríamos para siempre. Precisamente los estudios de Singapur y Georgia demuestran que con el paso del tiempo, la capacidad de regeneración de la células dañadas se desvanece. Es como si tuviéramos un coche reparado una y mil veces hasta que ya no podemos hacer nada por recuperarlo. Las células necesitan cada vez más tiempo para recuperar su estado óptimo hasta que dejan de poder hacerlo. Ese momento final podría estar cerca de los 150 años de vida. Los autores de estos trabajos creen que es puede ser el “límite conceptual” de nuestra existencia y un buen marco de referencia para la ciencia de la longevidad. El objetivo de la medicina en el futuro debería ser poder crear herramientas que permitan llegar a esa edad en las mejores condiciones de salud a la mayor parte posible de la población.
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