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Isla de Sal: el acordeón volcánico y turquesa del Atlántico
Situada en el archipiélago de Cabo Verde, nos invita a flotar en las únicas salinas del mundo situadas en el cráter de un volcán extinto
A 370 leguas al oeste de Cabo Verde, el archipiélago volcánico de 10 islas (nueve de ellas habitadas) que emergen en el corazón del Atlántico, se trazó la línea imaginaria sobre la que giró el Tratado de Tordesillas. Aquel compromiso rubricado hace 530 años en la lejana Castilla para partir el Atlántico como un dulce de papaya caboverdiano, con la esperanza de regular el apetito conquistador de las coronas de España y Portugal, se sigue estudiando en las aulas y localizando geográficamente a golpe de Google: aquellos cuerpos volcánicos de vegetación frondosa, islas deshabitadas hasta la llegada de portugueses comerciantes en 1462 y tristemente recordadas por la ruta esclavista iniciada a principios del siglo XVI, resurgieron hace millones de años como una dentellada furiosa entre África, Europa y América.
Las actuales líneas tangibles de la Isla de Sal dibujan otra realidad. La única premisa para descubrirlo es armarse de una pizca de valor, subir varios escalones áridos, abrir los ojos para perderse entre vistas de ébano que se funden en el perfil isleño del león dormido y desoír el miedo que asoma antes de conquistar las alturas desde un tirolina. En la plataforma de lanzamiento de Zipline Cabo Verde todo está controlado. A sus pies, no falta un escenario atlántico turquesa. Tampoco las cicatrices que delatan el paso de los buggies durante sus excursiones para explorar la pequeña isla de 216 km2: un serpenteo de estrías que se pierde entre una llanura volcánica ávida de lluvia, donde se cuela algún ciclista y más de una chabola desangelada.
Durante la espera en lo alto de Sierra Negra, hay quien baila y hay quien reza antes de iniciar el descenso por el cable que registra un desnivel de 103 metros y alcanza, durante su kilómetro de longitud, una velocidad máxima de 120 kilómetros por hora. Merece la pena dar el salto, gritar de emoción y despeinarse con la brisa templada del atardecer.
Acacias, alisios, azules
A las tres de la madrugada, los pescadores se entregan, con sus pequeñas embarcaciones, a la noche oscura del Atlántico. A media mañana, el peculiar puerto de Santa María y su pasarela de tablillas de madera, devoradas por el salitre, se transforma en un hervidero de color y de curiosos que husmean entre pescados variados. Nos cuentan los lugareños que, de unos años a la actualidad, las piezas han menguado su tamaño debido a la sobrepesca de los conquistadores del siglo XXI. Entre llamativos pañuelos para recoger los mullidos pelos afros y vestimentas geométricas, las mujeres despachan en grupo los frutos del mar, muy demandados en los hogares y en los innumerables restaurantes de la localidad, una de las principales de Sal.
Muy cerca, ajeno al remanso agua marina que le cubre las espaldas, Dani Jesus talla su particular santuario de tortugas. Tiene 19 años y sólo abandona su cincel, un cúter amarillo, para almorzar a mediodía, cuando no quedan ni las raspas de peces sierra o atunes. Hace tiempo que su hermano, que le observa desde el otro lado del muelle, le enseñó cómo modelar la piedra caliza con dedicación. Estos reptiles no son una casualidad en sus manos. De hecho, Sal está de moda por el encanto de su litoral (le llaman el Caribe africano), sus olas ventosas ideales para cualquier deporte que acabe en surf y por la posibilidad de vivir una de las experiencias más increíbles que comparte la naturaleza bajo un claro de luna. En las playas desiertas de la isla desovan, entre junio y octubre, las tortugas bobas. No hay que olvidar que el archipiélago de Cabo Verde acoge la tercera población más grande del mundo. Tres meses después, los huevos eclosionan y las pequeñas caretta caretta inician su primer paseo hacia el mar, rumbo al reflejo de las estrellas y el astro blanco, tratando de evitar con nocturnidad la alevosía de los depredadores.
Considerado el «Caribe africano», este paraíso negro y turquesa está de moda
Es fácil acostumbrarse al espejismo de azules sobre fondo volcánico en Sal. A la belleza que sonríe, resignada, entre la sequía inhóspita. Al «no stress» que ha hecho de su lema una manera de vivir. A las calles sin semáforos. A las palmeras y las acacias que se inclinan en la misma dirección, porque los alisios del noroeste susurran el mismo viento, sin distinciones.
Son muchas las actividades, en torno al agua, que se pueden disfrutar en medio del Atlántico. Las hay esmeraldas, como las que surcan los buceadores y los catamaranes que, normalmente, cuentan con la compañía de delfines, tortugas y peces voladores durante su navegación. También espumosas, como las olas desafiantes que necesitan los kites y surferos en Ponta Preta y Canoa. Azul marino son las que rodean la gruta volcánica de Buracona y el fondo turquesa del Olho Azul. Por algo es Paisaje Protegido.
Cristalinas son las que mecen Shark Bay, al noreste de la Isla de Sal, en Pedra do Lume. El arrecife de coral protege a las crías de tiburón limón, que juguetean durante sus primeros años de vida, entre las pantorrillas de los viajeros. Son inofensivos. Diríase que incluso magnéticos durante sus suaves desplazamientos sobre las piedras resbaladizas y cálidas, repletas de erizos de mar. Estos pequeños escualos están solos, porque una vez nacen se pierde la conexión materna. Por ello eligen este raso de mar tibio, cuyas corrientes les permiten una duermevela segura y movida.
[[H3:La «morabeza»]]
Si alguien ha cantado al sentimiento de la diáspora de los caboverdianos fue Cesária Évora, la «diva de los pies descalzos», la «reina de la morna» que enamoró al mundo con su voz y a su pueblo con su generosidad. Un género musical proclamado Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad que se clava en el alma con su armonía de tango, fado, modinha y suspiro. La coladeira, el rap criollo o el alegre funaná, donde no falta el acordeón, se añade a este mestizaje musical y sensual que se bebe en los garitos al caer la tarde y que acompaña el sabor de un plato de cachupa.
Al compás de su morna y su alegre funaná, la isla sazona su encanto entre playas y aventura
No es «saudade». La «morabeza» es un término que resume el sentimiento de hospitalidad, sin fisuras, que se siente nada más pisar la Isla de Sal. Así se llama el primer hotel, fundado por un matrimonio belga que, como tantos en la actualidad, huían de los rigores del invierno en Europa. Lo que está claro es que la Isla de Sal está de moda y se puede encontrar una amplia oferta hotelera, entre ellos el Hotel Meliá Llana Beach Resort & Spa o el Hilton Cabo Verde Sal Resort, la expresión de la elegancia frente a la playa blanca de Santa María. El turoperador Soltour, con vuelos directos desde Bilbao, Madrid y Barcelona, acerca este paraíso negro y turquesa durante una semana, en régimen TI, a partir de 813 euros. En 2027, el Grupo Piñero tiene prevista la apertura del Hotel Bahía Príncipe Hoteles&Resorts. De momento, sólo las Salinas de Pedra do Lume, las únicas del mundo situadas en el cráter extinto de un volcán y cuyo oro blanco se codiciaba en Brasil, son un buen pretexto para viajar. Nos lo cuenta Roni, un guía con muchos conocimientos y mucha «morabeza», que incluso nos escribe con una caligrafía de libro algunas frases en criollo, lengua habitual en la Isla de Sal. Al final del día se despide con su permanente sonrisa y nos deja en el aire tibio la melodía de su verdad: mi madre es mi Google. Y eso, al recordarlo, sí es un pellizco de «saudade».
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