Ángela Vallvey

Ridículo

Por aquí somos muy dados a ridiculizar a enemigos, adversarios y gente a la que detestamos, en general. Con los tiranos, la chufla es máxima. ¿Que Franco era un dictador?, ¡pues a darle cuchufleta!, tirándole a su recuerdo todo tipo de adjetivos peyorativos, que quien los lanza supone peligrosos misiles. ¿Que Fidel Castro era un dictador?, ¡pues lo mismo! ¿Que tu compañero de instituto ha logrado un éxito social que te ha dejado a ti a la altura de un mosquito aterrizando en la luna... de un coche? Pues a ponerlo a escurrir.

El insulto degradante equivale a desprecio airado por estos lares, pero sobre todo a dolor íntimo, insoportable y avergonzado, por los logros de quienes consideramos que, con su sola existencia, nos rebajan. Ridiculizar es la manera que tenemos de no sentirnos afectados, heridos de muerte en el alma, por el poder de aquellos que odiamos (¡¿admiramos?!). Pero, ¡qué gran error despreciar de esa manera! El ridículo quiere convertir en vanos a los que, sin embargo, han demostrado con los hechos poseer una fuerza inusitada. Se puede desdeñar a los tiranos (es de justicia), pero nunca minusvalorarlos.

Quien intenta convertirlos en personas ridículas hace un gran mal social: porque colabora para que los demás crean que no hay que temer nada de tales personajes –«despreciables, cómicos»–, de modo que estarán desprevenidos si a las puertas de la historia llama un monstruo político. Se quedarán riendo, señalando con el dedo su «risible» figura, hasta acabar siendo víctimas de su abuso del poder. Porque no: los tiranos, especialmente los genocidas, no tienen gracia ninguna. No dan risa: dan miedo. Y el miedo debería provocar respeto. Nadie que haya sido capaz de mantenerse durante décadas en un poder absoluto debe ser despreciado; el desdén de la fuerza brutal es síntoma de analfabetismo histórico.

Claro que tenemos que hacer chistes, y reírnos de todo. Si no fuera por la risa, el mundo sería insoportable, pero es de un atrevimiento inconsciente y atolondrado esa manía nacional de hacer pitos y flautas con personajes que han demostrado, como mínimo, una voluntad de hierro mediante la cual han controlado a millones de seres humanos, por debajo de ellos, durante mucho tiempo. La chanza los trivializa, los vuelve banales. Por la risa de la ignorancia.