Cultura
En la intimidad del joven Juan Ramón
«Diario íntimo» recopila por primera vez las 61 páginas escritas por el poeta en Madrid entre octubre y noviembre de 1903
«No sé por qué se me ha ocurrido hoy la idea de llevar la cuenta corriente de mi cuerpo y de mi alma». Con esas líneas inauguraba un jovencísimo Juan Ramón Jiménez (1881-1958) su breve incursión en el diario, un género que no volvió a cultivar tras ese experimento iniciático de volcar sobre el papel cada acontecimiento vital. El intento quedó en un arrebato de escasamente un mes, los días transcurridos entre el 28 de octubre y el 27 de noviembre de 1903. Hacía dos años que el poeta moguereño se había instalado en Madrid cuando nació la necesidad de inventariar sus emociones y la intensa vida social que mantenía entonces y recogidas íntegramente en «Diario íntimo» (Athenaica), junto a una reproducción facsímil de las 61 páginas manuscritas encontradas entre sus archivos de España y Puerto Rico –con múltiples tachones y correcciones–. Soledad González Ródenas pone orden por primera vez de manera rigurosa en una cuidada edición, que incluye un apéndice con escritos paralelos y posteriores sobre la misma época.
La mano de Ródenas está detrás de otras muchas publicaciones juanramonianas, que van completando la biblioteca inacabada del poeta, como sus «Poemas impersonales» (Vandalia), publicados en 2020. El trabajo de contextualización que precede al diario allana el camino para adentrarse en un terreno desconocido, el de un Juan Ramón de 21 años que entrelaza sus sentimientos más profundos de soledad y sus miedos –relacionados casi siempre con la amenaza invisible de cualquier enfermedad– con el agitado ir y venir de amistades.
Una ventana indiscreta, reducida en el tiempo, pero extensa por la multitud de datos biográficos que siembra: proyectos de libros que no serán nunca, conversaciones y discusiones con amigos o las lecturas que lo ocupan. Detrás de días frenéticos jugando al despiste con la profunda soledad que siente, asoman dos caras de un mismo hombre. Por un lado, el intelectual inquieto que asiste a las clases de su amigo y doctor Luis Simarro –al que acompaña tras la muerte de su esposa, Mercedes Roca–; departe con el matrimonio Martínez Sierra y Lejárraga sobre sus obras teatrales e intercambia cartas con Rubén Darío y se sumerge en el «cotarro modernista». Por otro, el poeta que pasea su melancolía por un Madrid otoñal, dejándose caer en los anhelos de una vida plena al lado de una mujer y que toma opio para contrarrestar su estado.
«Este año cumpliré veintidós años. ¡Y me encuentro ya tan viejo!», llega a escribir en la entrada del 5 de noviembre ante la previsión de pasar la Navidad solo. Quizá sea esta última imagen la que ha cristalizado públicamente, hasta el punto de congelar al poeta en una estampa de eterna tristeza. Ese Juan Ramón inusual para el gran público tardará aún diez años en conocer a Zenobia Camprubí –a quien Juan Ramón presentó un informe firmado por el mismo doctor Simarro para acreditar ante ella y su madre su buena salud mental–y se muestra como un joven enamoradizo, cuyos desvelos los ocupa una de las monjas que lo cuidaba, la hermana Pilar. «Decididamente estoy enamorado», escribe, aunque fuera otra, sor Amalia, la causa de su expulsión del sanatorio ese mismo verano. Todavía volverá a su Moguer natal unos años, antes de regresar a Madrid. Mientras llega ese momento, es un poeta reconocido, edita la revista Helios junto a Martínez Sierra, Carlos Navarro Lamarca, Pérez de Ayayla y Santiago Pérez Triana y ensaya ya su característico arte de definir a sus coétaneos en pocas y certeras palabras, para bien o para mal.
La cuidada prosa y el hecho de que pasara a limpio algunas páginas hacen pensar en la posibilidad de que iniciara su redacción con la intención de publicarlo, según apunta Ródenas. Era el tiempo en que ningún escritor que se preciase, especialmente en Francia, prescindía de llevar un diario –con visos de construirse una imagen pública determinada–, y Juan Ramón encuentra su inspiración en el publicado por el escritor suizo Henri-Frédéric Amiel, que se alargó treinta años. Ródenas especula con que pudiera haberse perdido parte del material con la salida precipitada de España, para no verse regresar nunca, en 1937.
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