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En horario infantil

Tabla de quesos / Foto: Gtres
Tabla de quesos / Foto: Gtreslarazon

Resultan patéticas las campañas de «agitprop» y de «fake news» que so capa de publirreportajes pagados por la industria láctea y azucarera, aparecen un día sí y otro también en los medios. Éstos, en nombre de la deontología que se les supone y para no dársela con queso (nunca mejor dicho) a los lectores, deberían suprimirlos o, por lo menos, tendrían que recabar en otras fuentes de probada solvencia científica la verificación de lo que en tales reportajes aseguran quienes se benefician de los embustes incluidos en ellos. Nada tengo yo –¡faltaría más!– contra los empresarios de las dos industrias citadas ni, menos aún, contra los trabajadores que se ganan la vida arrimando el hombro y la honradez en ellas, pero las cosas son como son por mucho que las disfracen, barriendo para dentro, los intereses creados a su arrimo. El asunto reviste especial gravedad cuando los afectados por tan insidiosas campañas son de cortísima edad. Lo digo pensando, por ejemplo, en lo concerniente a los supuestos beneficios complementarios de la lactancia artificial. Dejémonos de historias: todos los productos lácteos, sean cuales sean, incluyendo los yogures y estén o no estén desnatados (aunque más vale que lo estén) y enriquecidos o no con vitaminas, aceites omega y demás faramalla del naturismo a todo trapo, son malos para la salud. Y punto. ¿Excepciones? Seré razonable. Conozco dos: el queso fresco y blanco, a la manera del burgalés, y el yogur griego no azucarado. Por cierto: la miel, que tan buena prensa tiene, es tan mala como el azúcar. En cuanto a ésta, que es un veneno altamente adictivo, no bajen la guardia y desconfíen de las trampas que el etiquetado nos tiende. Cuando les digan, verbigracia, que un zumo u otro producto de los que colorean los expositores y estanterías de los supermercados no lleva azúcar, escudriñen la letra menuda de la etiqueta y comprueben la falacia del anzuelo. Azúcares intrínsecos, azúcares indirectos, malas hierbas, edulcorantes... Todo vale. O vayan, como yo lo hice el otro día en compañía de mi hijo de seis años, a un parque temático y vean el catálogo de venenos que en él se despachan para que sus risueños visitantes sacien su voraz apetito. No había nada –nada, digo– que no fuese altamente perjudicial para la salud. Así andamos.