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¿Por qué no puedo parar de comer? Estas son las siete claves para evitar la obesidad y la hipertensión

Las siete edades del apetito marcan las necesidades nutricionales que, si no se cumplen, elevan el riesgo de futuras enfermedades cardiovasculares

Las decisiones que tomemos en relación con los alimentos serán un factor determinante para la salud larazon

Martín es un chef viudo que vive con sus tres hijas, Carmen, Maribel y Leticia. Cada una es diferente y aprovecha la cena de los domingos para contar sus nuevas decisiones. Maribel es la más pequeña y tiene el complejo de que nadie le escucha nunca. Le sigue Leticia, una profesora de instituto que debe cambiar algunas cosas ahora que se ha consagrado al Señor. Pero, quizá, con la que más discute es con Carmen, una ejecutiva de éxito que ha heredado el buen gusto por la cocina. Entre penas y desgracias, ninguna es capaz de hincar el diente a nada. Se podría decir que los personajes que interpretaron Tamara Mello, Elisabeth Peña y Jaqueline Obradors en “Tortilla soup”, de María Ripoll, han perdido el apetito. Que no el hambre, pues éste es tan sólo un factor más a la hora de comer. De este modo, el hecho de que su cuerpo haya decidido ingerir mayor o menor cantidad, elegir más o menos grasas u optar por dulce o salado a sus cuarentaitantos condicionará la salud del resto de su vida.

El apetito no es invariable, sino que experimenta cambios durante toda la vida. Sin embargo, puesto que las decisiones que tomemos en relación con los alimentos serán un factor determinante para la salud y el bienestar a lo largo del tiempo, es importante adoptar los hábitos correctos. Para llevarlos todos a cabo, hay que tener en cuenta las siete edades del apetito. Conocerlas mejor ayudará a encontrar nuevas formas de afrontar los problemas de alimentación deficiente y el exceso de consumo, así como los consiguientes efectos sobre la salud, como la obesidad o la hipertensión. “En cada grupo de edad existen unos riesgos nutricionales específicos y su identificación ayuda a prevenir problemas en el futuro”, mantiene Irene Bretón, endocrinóloga del Servicio de Endocrinología y Nutrición del Hospital General Universitario Gregorio Marañón de Madrid. Así, por ejemplo, en la primera década de la vida, se aprenden las conductas básicas y, en la segunda, se afianzan. “Qué, cómo y cuándo comemos depende de muchos factores (biológicos, sociales, psicológicos...), sin olvidar que existen riesgos específicos en cada grupo de edad. Los trastornos de la alimentación son consecuencia también de estas situaciones. La mayor parte de las enfermedades que hoy nos afectan tiene como base una mala dieta”.

Es por ello que la primera década de vida resulta tan esencial. Los hábitos adquiridos durante esos años pueden arrastrarse a otras etapas y que, por lo tanto, un niño gordo pase a ser un adulto gordo. “En la infancia se identifica la sensación de hambre y de saciedad y se conocen los productos. Es importante que en esta etapa el niño aprende a identificar lo que necesita. Si forzamos la ingesta de productos por encima de las necesidades podemos favorecer la ganancia de peso excesiva y se puede alterar la relación con la comida, que pasa a ser un motivo de conflicto”, añade Bretón. Esta estatificación del apetito puede ayudar a poner el foco en determinadas edades para vigilar los futuros comportamientos respecto a la comida. Sobre todo, en momentos conflictivos como la adolescencia, en la que se pueden desarrollar conductas y preferencias que normalmente se asocian con consecuencias poco saludables. En esta etapa de crecimiento, por ejemplo, se necesitan proteínas, hierro, grasas saludables y calcio que, previamente, hayan sido introducidas en la dieta y se hayan adaptado al paladar. “Es un momento clave porque aumentan los requerimientos de energía, hay cambios en la composición corporal y existe riesgo de deficiencia de determinados nutrientes”.

En las décadas siguientes resulta importante saber cómo se adapta la persona a las circunstancias sociales, cómo maneja el estrés o cómo se enfrenta a la ansiedad, pero también cómo cada una de ellas puede influir sobre la conducta alimentaria. Pues, si bien la infancia resulta clave, entre los 30 y los 40 comienzan a darse este tipo de situaciones que acaban derivando en diferentes patologías. “La hipertensión y la hipercolesterolemia son enfermedades relacionadas con alimentaciones incorrectas y habitualmente excesivas en productos procesados ricos en grasas saturadas y sal”, subraya Juan José López, miembro del Comité Gestor del área de Nutrición de la Sociedad Española de Endocrinología y Nutrición (SEEN). “Por lo tanto, intentar realizar una dieta saludable resulta básico para prevenir estas enfermedades. Hay que concienciarse de que, independientemente de los problemas laborales y personales, es necesario el manejo de una dieta equilibrada, que se puede conseguir realizando una adecuada planificación de los alimentos que compramos, los menús de la semana y los momentos que tenemos para consumirlos”.

La Organización Mundial de la Salud (OMS) califica al tabaquismo, a la dieta poco saludable y a la falta de actividad física como los tres elementos que más repercuten en la salud y en la mortalidad. De hecho, a partir de los 50, éstos aceleran la pérdida progresiva de masa muscular, por lo que el régimen juega un papel fundamental de cara a los sucesivos años. «Si educamos en una rutina saludable, lo más probable es que se mantenga a lo largo de la vida y tengamos menos probabilidad de padecer enfermedades», añade López. Especialmente, durante la vejez. Pues en esta etapa se acentúa la pérdida del apetito, lo que da lugar a una reducción involuntaria de peso y a una mayor fragilidad.

Hiperfagia

Sin embargo, también puede producirse el efecto contrario: la hiperfagia. O dicho de otro modo, consumir de forma excesiva y descontrolada alimentos. Esto, que aparentemente queda reducido a edades más tempranas, también puede se desarrollar en otras posteriores. “Es el caso, por ejemplo, de la mujer que, con 60 años, pierde a su marido. Todo lo hacían juntos y, ahora, pasa la mayor parte del tiempo sola. En este punto tiene dos opciones: comer o no. Parace que lo normal es lo segundo, pero no. Hay quienes sacian sus necesidades psicológicas con la comida”, explica Laura Cabanillas, nutricionista del Centro Vida de Pontevedra. La principal consecuencia que produce la hiperfagia es el aumento en el consumo de kilocalorías diarias. Por este motivo, se produce un desajuste en el balance energético de la persona que lo padece provocando aumento de peso y generando obesidad en distintos grados. Además, este incremento implica principalmente el acrecentamiento de grasa corporal, siendo ésta más elevada de lo considerado como normal según la edad y características propias. “Esta conducta repercute en la salud el resto de tu vida. Por eso, resulta fundamental comprender cómo hacerle frente en un determinado momento para evitar las consecuencias que, con una gran probabilidad, se darán unos años después”.

Hiporexia, el mal de los mayores

La escena se repite en muchos hogares y hospitales: hijos o nietos tratando de alimentar a la fuerza a los mayores, como si fueran pequeños en su edad más rebelde. Sin embargo, su falta de apetito no es una pataleta sin sentido, sino un síntoma con serias consecuencias que afecta a más de ocho millones en España. Se trata de hiporexia, un estado que provoca la disminución parcial de las ganas de comer y que se entiende en contraposición a la anorexia, que sería la ausencia total de la misma. Es difícil de detectar porque se suele camuflar como algo normal de la edad, pero deben activarse todas las alarmas cuando hay una pérdida de peso no intencionada y el plato sigue lleno y con la comida fría sobre la mesa durante un buen tiempo. Esta patología no se halla bien caracterizada y en ella intervienen factores como la comorbilidad y la polimedicación, aunque también factores sociales complejos. No obstante, suele estar producida por cuestiones psicológicas, aislamiento social, enfermedades orgánicas o algunos fármacos, entre otras. En cualquier caso, la desnutrición es la consecuencia más grave de este tipo de falta de apetito, puesto que puede llevar a un círculo de complicaciones, ingresos hospitalarios e, incluso, la muerte. Para hacerle frente, se recomienda adaptar los hábitos del paciente, cambiar el contenido de la dieta o usar estimulantes.

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