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Opinión

En defensa de lo evidente

"La amabilidad, los gestos sencillos de respeto y deferencia, van calando poco a poco y hacen más vividero el día a día"

Una joven atiende a una mujer usuaria de los servicios de Ayuda a Domicilio y Teleasistencia en la provincia de Palencia larazonLa Razón

Sucede que recriminamos, con demasiada frecuencia, el declive de la cortesía entre los jóvenes. No estoy de acuerdo con este reproche. Hay multitud de jóvenes que destacan por sus modales y por su saber estar. ¿No será, más bien, que vivimos en un estrés poco propicio a la cordialidad? Cuenta Gustavo Thibon, filósofo francés cuya abundante obra sigue publicándose en todo el mundo, que alguien le reprochó, en cierta ocasión, que esa cortesía suya era pura hipocresía: "¿Se atreve a decir que es sincero cuando sonríe a un desconocido en el tren, cuya cara no le gusta, o cuando escucha pacientemente la charla aburrida de un viejo impertinente?".

Portada del libro de Gustave ThibonRialp

Thibon, con su habitual serenidad, le respondió que la noción de sinceridad tenía muchos matices: "aunque no siempre sea coherente con mi estado de ánimo, al ser amable con los demás, me siento perfectamente en sintonía con un imperativo más profundo: el que me obliga a comportarme humanamente con todas las personas". Fecunda lección. Hipócrita es, más bien, alguien que finge sentimientos que no tiene, para engañar a los demás en beneficio propio, como el falso devoto, o esos políticos que cambian de trinchera según las fluctuaciones del mercado. En cambio, la cortesía, aunque implique cierto grado de fingimiento, actúa siempre en beneficio de la otra persona. Una sociedad incapaz de aceptar esto, se que cae por su propio peso y termina resultando poco grata e incómoda. La amabilidad, los gestos sencillos de respeto y deferencia, van calando poco a poco y hacen más vividero el día a día.

A fuerza de guardar las apariencias, acabamos mejorando las realidades. Para ello, lo primero que hay que hacer es escuchar. Si, en lugar de encerrarnos en nuestra opinión, a capa y espada, fuéramos capaces de discernir la verdad en el parecer de los demás, otro gallo cantaría. ¡Qué diferente sería la vida si viéramos en el diálogo no un pulso, siempre a la defensiva, sino una ocasión de aprender de nuestro interlocutor. Esas ideas que parecen contradecir las nuestras, lo que hacen, casi siempre, es que las complementan. Pero no nos engañemos: la controversia pública, en España, se ha convertido en un duelo, en lugar de un esfuerzo conjunto en busca de la verdad y el bien común. Tal vez por eso toca reivindicar, como algo en lo que nos va la vida, esa excelencia intelectual y moral de quienes saben distinguir entre lo esencial y lo accesorio.

Para facilitar este cambio, tendríamos que pedir a nuestros dirigentes que no pretendan hacernos felices, ocupando nuestro lugar en este empeño. Es decir: que se limiten a su tarea de asegurar nuestra convivencia, y calidad de vida, dejándonos la mayor libertad para pensar, amar, aprender y vivir confiados nuestro día a día. Tal vez no estés de acuerdo conmigo, amable lector, pero me temo que esto sólo se conseguirá cuando el omnipotente Estado modere sus poderes y burocracias, en lugar de ampliarlos; y abandone esa obsesión por controlarlo todo, hasta con quien dormimos.