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Los disturbios anticatólicos que causaron más de 700 muertes

La primera semana de junio de 1780 Londres se convirtió en un ciudad sin ley, con constantes saqueos y violencia

Imagen de los londinenses cargando contra las iglesias católicas
Imagen de los londinenses cargando contra las iglesias católicasLa RazónArchivo

Nueve años antes que la Revolución Francesa, Londres sufrió los disturbios más violentos y destructivos de su historia por culpa de un pueblo cansado de sus gobernantes, un claro antecedente de lo que le esperaba al mundo. Auspiciados por un creciente odio anticatólico, los disturbios dieron paso a una semana de saqueos, el incendio de numerosas iglesias, de las casas de los miembros del parlamento y hasta la ocupación del Banco de Inglaterra o la prisión de Newgate, donde se liberaron a todos los prisioneros. En su pared quedó grabada una frase para la historia: “Los reclusos han sido liberados por la autoridad de Su Majestad, el Rey Populacho”

El 9 de junio terminaba una semana que vio arder Londres como Roma ardió con Nerón. Y el inicio fue una protesta pacífica de hasta 120.000 personas frente al Parlamento junto en el momento en que se aprobaba la llamada Acta Papal o Acta Católica de socorro, que prohibía la descriminación contra los británicos católicos. Como ahora con el black lives matter, parecía un acuerdo de mínimos, una ley para no crear ciudadanos de segunda, pero el odio racial y religioso a veces no permite redimensionar nuestra vida.

Liderados por Lord George Gordon, jefe dela Asociación Protestante, la multitud llegó con la esperanza que se revocase la ley y no hubiera riesgo, entre otras cosas, de que los católicos pudiesen entrar en el ejército y, desde dentro, urfiesen un plan para acabar con el Rey Jorge III y con el imperio británico. En esos momentos, los ingleses estaban enfrascados en la Guerra de la Independencia de Estados Unidos y estaban aislados frente al poder católico de países como Francia y España. Necesitaban agrandar sus ejércitos y permitir unirse a los católicos parecía una solución rápida y fácil. La Ley Papal se aprobó en 1778, pero su polémica continuó hasta ese 2 de junio en que el Parlamento debía refrendarla definitivamente.

Gordon, como ha ocurrido ahora con el Brexit, supo encender los miedos de la multitud y reforzar su nacionalismo, asegurándoles que la ley era el primer paso para que el catolicismo se apoderara de Inglaterra y luego que se instaurara el despotismo monárquico con el rey de Francia o España en el poder. No era una época fácil. Inglaterra vivía aislada y en guerra, el paro había crecido, los sueldos habían bajado y los productos básicos habían subido. La pobreza era el denominador común en Londres. Era el escenario perfecto para que un agitador de masas despertase la ira. Sólo necesitaba focalizar su odio en algo claro, entendible, fácil de ver. El odio anticatólico llegó entonces a su paroxismo.

EL 2 de junio, unas 60.000 personas se congregaron frente al Parlamento, intimidando y agrediendo a los políticos que intentaban entrar en la cámara para la votación sobre el Acta Papal. Al principio sólo fueron actos leves, similares a cuando las protestas de unos 2.000 indignados cercaron en 2011 el Parlament de Cataluña y agredieron a los parlamentarios que intentaban acceder al hemiciclo. Sin embargo, cuando se rechazó la enmienda a la Ley Papal por un abrumador 192 a 6, la locura y la rabia se apoderó de la ciudad.

Lo primero que se destrozó fueron los carruajes de los políticos y a partir de allí la muchedumbre fue marchando hacia las iglesias y las embajadas para destruírlas. En ese momento, todavía no había una policía profesional y el ejército no tenía órdenes de detener las manifestaciones con la esperanza de que sólo fueran una ligera irrupción espontánea de violencia y que se pasaría pronto. Pero la violencia, cuando se enciende, nunca es fácil de calmar.

Las 60.000 personas se convirtieron en el doble y se diseminaron por toda la ciudad entrando en las embajadas y quemando sus instalaciones, sobre todo iglesias y capillas católicas. A partir de aquí, la impunidad hizo que la turba se sintiese más legitimada a actuar y empezaron a mostrar su rechazo hacia los propios parlamentarios. Muchas casas de los lores fueron arrasadas por las llamas y empezaron los saqueos y los robos. Toda Leicester Square ardía en llamas y se decía que su brillo de vergüenza podía verse desde toda Inglaterra. “¡Es una época de terror!”, exclamó el mismísimo Samuel Johnson y en los periódicos se podía leer: “La humanidad se convirtió en un infierno, en uno de los espectáculos más desoladores que nuestro país ha soportado nunca. Parecía la mentalidad de los londinenses estuviese basada en ideas de anarquía universal y abrumadora destrucción”.

El parlamento se volvió a reunir el 6 de junio para tratar sobre los disturbios y volver a plantear la idea de revocar la Ley Papal, pero el rechazo a esta posibilidad volvió a ser unánime. Aquí los disturbios vivieron una segunda fase y los objetivos de la muchedumbre pasaron de estamentos católicos a grandes estandartes institucionales, como las prisiones o el Banco de Inglaterra. La violencia ahora era extrema y el desarraigo y odio hacia todo lo oficial generalizado, al ya no sentirle poseedor de ninguna autoridad. La situación fuese realmente de zona de guerra. “Esta salvaje y animal insurrección renunció a toda ley y merodeó por nuestras calles en nombre de la reforma. Parecía una especie de convención nacional que dio un golpe al sillón de autoridad del Parlamento y lo arrolló. Nada podía dirigir a la masa, ni leyes ni la esencia de cualquier legislatura”, señaló el filósofo Edmund Burke, comparando años después esta revuelta con lo que sería la Revolución Francesa.

La situación llegó al paroxismo cuando los manifestantes intentaron entrar en el Banco de Inglaterra. El rey Jorge III decretó la ley marcial y envió a diez mil hombres de su ejército a acabar con las revueltas. Los enfrentamientos fueron sangrientos y al menos 700 personas murieron por los disparos, las estampidas, los golpes y el estado de puro nerviosismo. A parte, el alcohol también había hecho mella en la masa enfurecida que no sabía dónde huir y cómo reaccionar. Hubo muchos arrestos, y hasta 25 detenidos fueron llevados a la horca días después.

El baño de sangre hizo que poco a poco los ánimos volvieran a su cauce y el 9 de junio ya no hubo estallidos de violencia ni protestas en las calles. Londres estaba muda, sin entender bien lo que había ocurrido. Así acababan los disturbios más salvajes que haya vivido nunca la capital inglesa y que sólo tiene equivalencia a lo que se viviría en París nueve años después. El mismísimo Charles Dickens novelaría aquellos días en “Barnaby Rudge”, intentando repetir el éxito que había conseguido con “Historia de dos ciudades”.