Como sobrevivir a tu familiar negacionista en la cena de Navidad

Cómo sobrevivir a tus familiares negacionistas (con la ciencia en la mano)

El mismo motivo que nos lleva a creer en bulos es el que impide que un buen argumento haga entrar en razón a los negacionistas.

Se acercan unas Navidades bastante extrañas, pero Navidades, al fin y al cabo. Lo normal es que estas fechas sean sinónimo de reunirse con familiares a los que no vemos durante el resto del año y es imposible que todos congeniemos solo por pertenecer a un mismo árbol genealógico, en especial existiendo tantos puntos de conflicto posibles: política, religión, fútbol… Sobrevivir a las cenas familiares se vuelve todo un reto y en ellas solemos tener que tomar una decisión que nos define. Por un lado, están quienes entran al trapo ante cualquier afirmación que creen falsa, por otro, aquellos que por concordia deciden aderezar el pavo con sus opiniones y comérselas para no soliviantar a nadie.

Es cierto que este año las reuniones familiares serán menos numerosas (si es que son), pero para compensar esa aparente llamada a la paz, 2020 ha sido un campo abonado para los bulos, el negacionismo y la irracionalidad en general. Es probable que los pocos familiares con quienes nos encontremos vengan repletos de munición y que encontremos las mismas situaciones incómodas de otros años. Por suerte, la ciencia puede ayudarnos a enfrentarlas de la mejor manera posible.

El campo de batalla

Antes que nada, deberíamos conocer el entorno en el que nos movemos. Aunque a veces lo olvidemos, hay ciencias y otras disciplinas del saber estudiando a fondo por qué creemos determinadas cosas, qué fallos nos llevan a pensar X en lugar de Y e incluso qué valor especial tiene un conocimiento fundamentado en datos frente a la simple opinión. Nada de esto es tan fácil como parece, pero gracias a ramas como la psicología, la neurociencia, la sociología y la teoría del conocimiento, podemos empezar a abordar sus preguntas. Dicho de forma simplificada, el negacionismo consistiría en el rechazo a aceptar algo que ha sido validado.

Los ejemplos más clásicos son la llegada del hombre a la Luna, el cambio climático y la evolución. Tenemos sobradas pruebas de haber puesto el pie en nuestro satélite, existen incluso más evidencias respaldando que las temperaturas del planeta han acelerado su ascenso de forma atípica durante las últimas décadas y en cuanto a la evolución, ya sea por el registro fósil, por las adaptaciones de los seres vivos a su entorno o la forma en que hemos visto evolucionar microorganismos ante nuestros ojos, toda duda razonable se despeja.

Sin embargo, 2020 nos ha traído nuevos negacionismos. Algunos niegan que exista la pandemia y la COVID-19. Otros tal vez no nieguen la enfermedad, pero sí que se deba al virus, que para ellos simplemente no existe. Y claro, no solo de negacionismos vive la irracionalidad, a ellos se une con facilidad la conspiranoia, atribuyendo enrevesados orígenes a cosas que la ciencia puede explicar con mucha más elegancia y precisión. Si seguimos sumando, encontraremos pseudociencias, afirmaciones que se hacen pasar por científicas, pero que en realidad no lo son y que tirando de esa falacia de autoridad pretenden ofrecer panaceas capaces de curar el mismo virus cuya existencia luego niegan (homeopatía, reiki, etc.). En definitiva, las conversaciones de este año serán especialmente extrañas y confusas. Ahora bien, ¿cómo es posible que llegamos a creer cosas tan exageradas?

El mito de la racionalidad

Hace tiempo que la neurociencia sabe que no somos tan racionales como nos gusta pensar. Históricamente se ha creado casi un mito en torno a la racionalidad pura y hemos construido personajes literarios y cinematográficos que renegaban de sus emociones en pos de un intelectualismo más elevado, más inmaculado. Ya lo decía el psicólogo Stuart Sutherland en su icónico libro “Irracionalidad”, solemos tomar las decisiones de forma irracionalidad (por emociones o impulsos), decisiones que luego justificamos con argumentos racionales, eso sí.

Un ejemplo clásico es el de un paciente al que conocemos como EVR. Para sobrevivir a un tumor, sus médicos tuvieron que extirparle una buena porción de su lóbulo frontal, la parte delantera del cerebro. Concretamente perdió la corteza orbitofrontal, que históricamente solíamos relacionar con el procesamiento de las emociones. Si esto fuera exactamente así, el sujeto EVR debería haber visto comprometida esta función, pero haber mantenido más o menos preservadas el resto. Sin embargo, la realidad fue algo diferente, porque EVR había perdido su capacidad de tomar decisiones.

Decidir es un proceso mucho más complejo de lo que creemos, en ello se implican una gran cantidad de funciones menores, y no hablamos de decisiones complejas de cariz ético, nos referimos a todo tipo de decisiones. Del caso de EVR y gracias a muchos otros estudios que le siguieron, hemos comprobado que las emociones son determinantes para la toma de decisiones. No decidimos qué creer o qué aceptar solo porque haya buenos argumentos a favor, hay sesgos que condicionan lo que creemos. El sesgo de confirmación, por ejemplo, se da cuando aceptamos sistemáticamente solo aquellos datos que confirman nuestra opinión previa.

La incómoda confrontación

En síntesis, podríamos decir que, en muchos casos, el negacionismo no se construye sobre datos, aunque traten de justificarse con ellos. Los verdaderos pilares de estas formas de ver el mundo son ideológicos, más emocionales que racionales, aunque con la fachada cubierta por una lona de supuesta racionalidad. Los motivos para que los conspiranoicos procedan así son muchos, y no siempre son conscientes de ellos. A veces se debe al intento de aliviar una disonancia cognitiva, un estado de malestar intelectual que surge cuando albergamos en nosotros una contradicción del tipo que sea.

Un ejemplo es el de quienes, estando a dieta, sienten el impulso de comerse una napolitana. Esa contradicción genera cierta tensión, y no pocas personas la resuelven comiéndose el dulce y justificándose en que: hoy han ido caminando al trabajo, por lo que se lo merecen. No es un buen argumento, hay muchos otros que apuntan en la dirección contraria (que comer el dulce estando a dieta no es buena idea, por ejemplo), pero ayudará a aliviar esa incómoda disonancia cognitiva. En este caso ocurre parecido, si alguien disfruta de las teorías de la conspiración, tiene algo de alergia a la autoridad intelectual o desconfía de la ciencia, se sentirá tentado a creer en extrañas conspiraciones que le ayuden a confirmar su visión del mundo, aunque para ello tenga que racionalizar sus opiniones o ignorar las evidencias que las ponen en jaque.

Ahora que tenemos todo esto en mente, es más sencillo entender por qué nuestros magníficos soliloquios cargados de información y una lógica aplastante no consiguen convencer a nuestros familiares negacionistas. Es más, no solo no les convencen, sino que reavivan en ellos la disonancia cognitiva poniéndoles de un justificado mal humor. Ya decía Carl Sagan que “No puedes convencer a un creyente de nada porque sus creencias no están basadas en la evidencia, están basadas en una enraizada necesidad de creer”. Así que, con la ciencia en la mano, lo mejor será no enfrentarse a la irracionalidad en estas fechas tan señaladas por el bien de la tranquilidad. Ya tendremos más oportunidades durante el próximo año para batirnos en duelo en defensa de la epistemología.

QUE NO SE LA CUELEN:

  • El virus existe y tenemos imágenes de él. Si bien no son tomadas con una cámara casera, conocemos a fondo los métodos de microoscopía utilizados, tanto como para poder asegurar que las imágenes obtenidas son absolutamente reales. Las mismas consignas que cantan ahora los negacionistas, las corearon cuando tuvo lugar la pandemia de SIDA, a finales del siglo pasado. Ya por aquel entonces apelaban a que el VIH no había sido visto a simple vista y que las imágenes habían sido creadas por ordenador. La evidencia acumulada desde entonces, las numerosas veces que hemos aislado y visto el VIH y todo lo que hemos descubierto sobre él (incluyendo los eficaces tratamientos que han desarrollado las farmacéuticas) no han sido suficientes para borrar el negacionismo de la calle. La lucha no siempre está en el debate racional.

REFERENCIAS (MLA):

  • Festinger, Leon. A Theory Of Cognitive Dissonance. Stanford University Press, 2009.
  • van Veen, Vincent et al. “Neural Activity Predicts Attitude Change In Cognitive Dissonance”. Nature Neuroscience, vol 12, no. 11, 2009, pp. 1469-1474. Springer Science And Business Media LLC, doi:10.1038/nn.2413. Accessed 24 May 2020. https://www.nature.com/articles/nn.2413
  • Eslinger, P. J., and A. R. Damasio. “Severe Disturbance Of Higher Cognition After Bilateral Frontal Lobe Ablation: Patient EVR”. Neurology, vol 35, no. 12, 1985, pp. 1731-1731. Ovid Technologies (Wolters Kluwer Health), doi:10.1212/wnl.35.12.1731. Accessed 16 Dec 2020. https://pubmed.ncbi.nlm.nih.gov/4069365/
  • George, Jennifer M., and Erik Dane. “Affect, Emotion, And Decision Making”. Organizational Behavior And Human Decision Processes, vol 136, 2016, pp. 47-55. Elsevier BV, doi:10.1016/j.obhdp.2016.06.004. Accessed 16 Dec 2020. https://www.sciencedirect.com/science/article/abs/pii/S074959781630365X
  • Sutherland, Stuart. Irracionalidad. Alianza Editorial, 2015.