Paleontología

El año en que la humanidad dejó de estar sola y descubrimos a un igual

Hasta 1862 la ciencia no reconoció que hubiera existido especies humanas anteriores a la nuestra, pero la cosa cambió gracias a unos polémicos huesos encontrados en el Valle de Neander

Dibujos del cráneo de Engis 2 encontrado en 1829
Dibujos del cráneo de Engis 2 encontrado en 1829Autoría Philippe-Charles SchmerlingCreative Commons

Ha habido dos conceptos especialmente polémicos en las ciencias. Ambos fueron protagonistas del siglo XIX y principios del XX y se extendieron por doquier a todo tipo de disciplinas. Por un lado, está la idea de que nada cambia, un tropo clásico del que tuvimos que desembarazarnos con el tiempo, sugiriendo que las especies pasan de unas a otras, que la superficie terrestre se deforma con el tiempo y que el universo se expande, por ejemplo. Todos estos pasos supusieron enfrentamientos con las creencias populares y las doctrinas bíblicas, por lo que acumulan una larga lista de historias y cruentas batallas intelectuales.

Junto con esta cruzada a favor de los cambios, hubo otra algo más geométrica con la que la ciencia se propuso sacar a nuestra especie de los centros. Con la geología y la cosmología se nos quitó del centro del tiempo y con la biología, del centro de la creación. La antropología, la neurociencia y otras disciplinas seguirían estos pasos derrumbando antropocentrismos y etnocentrismos infundados. Es dentro de este segundo frente donde se encuadra nuestra lo que sigue a estas líneas. Hablamos concretamente del punto de inflexión que cambió nuestra forma de ver al ser humano, el momento en que aceptamos “oficialmente” que no estábamos solos en este planeta y que nuestra especie se sometía a las mismas reglas que el resto de los seres vivos. Este fue el descubrimiento del neandertal, pero, sobre todo, el día en que se calló la venda de nuestros ojos y vimos que éramos menos y más especiales de lo que pensábamos.

Hombres fósiles

El primer resto encontrado de un neandertal se remonta al año 1829. Si fuéramos suficientemente inocentes podríamos suponer que, en aquel momento, la extraña anatomía de los huesos encontrados hubiera llevado a sus descubridores a reclamar aquellos restos como el holotipo de una nueva especie. Sin embargo, cabría preguntar si acaso seríamos capaces de reconocer una nueva especie humana, aunque nos la pusieran a un palmo de nuestros ojos. La respuesta la responde la historia y es que, al menos, a principios del siglo XIX no, no éramos capaces.

Aquellos restos fueron hallados en Lieja, una provincia belga. Concretamente hemos de ubicarnos en una cantera del municipio de Engis, cerca de Chokier. Allí fue donde un paisano llamado Jacob que resultaba ser el director de la cantera, encontró los dichosos huesos. Tan pronto como los vio los envió a gente más versada en anatomía humana y unos meses después tenía allí al médico Philippe-Charles Schmerling, dispuesto a analizar los restos y apuntarse el descubrimiento como enteramente suyo. Había dos cuerpos, el de un adulto al que llamamos Engis 1 siguiendo la nomenclatura habitual de estos descubrimientos y un niño bautizado como Engis 2. El cráneo del infante se deshizo en sus manos nada más cogerlo y, en parte podemos justificar así que no reparara en que estaba ante una nueva especie humana. Por otro lado, hay que tener en cuenta el hecho de que los juveniles de neandertal y sapiens eran relativamente parecidos entre sí en cuanto a lo que la estructura ósea se refiere.

No obstante, Engis 1era más revelador, un cráneo adulto con las clásicas diferencias entre sapiens y neandertales. La bóveda craneal más achatada, la frente huidiza, los huesos gruesos, el ceño marcado… La comunidad discutió largo y tendido acerca de si aquellos restos eran antediluvianos o posteriores a la gran inundación bíblica, pero en cuanto a la especie, lo metieron en el ya nutrido saco de “hombres fósiles” sin preocuparse mucho más. Con el tiempo Engis calló en el olvido, y tuvo que venir un cosaco artrítico para reavivar el interés.

Un hombre estúpido

Cierto es que en 1848 se descubrió otro extraño cráneo de una mujer en el sur de la Península Ibérica. Su nombre es Gibraltar 1 y ahora sabemos que pertenecía a una neandertal, pero tuvieron que pasar ocho años para que empezara la inflexión. En el Valle de Neander, concretamente en la cueva de Feldhofer estaban extrayendo caliza cuando dieron con un nuevo ejemplar de hombre fósil. Los trabajadores atribuyeron aquellos restos a un oso cavernario, pero tras pasar por varias manos llegaron a dos anatomistas llamados Hermann Schaaffhausen y August Franz Josef Karl Mayer. En su experta opinión estaban ante los restos de un cosaco, con las piernas deformadas por cabalgar demasiado. Con el tiempo se fueron añadiendo ficciones a esta explicación, que si tenía artritis, que si el dolor de esta le hacía fruncir tanto el ceño que había deformado su cráneo…

Las discusiones se sucedieron hasta que, en 1862, durante una reunión de la Academia de Ciencias Británica, William King propuso llamarle a aquel individuo Homo neanderthalensis, el hombre del Valle de Neander. Al fin se había propuesto formalmente separarlo de nosotros, el Homo sapiens. No obstante, la historia no había hecho más que empezar y los complejos seguían arrastrándose, tratando de demostrar que era más bestia que humano. A partir de entonces aparecieron paleonatropólogos espabilados que, haciendo “revisionismo”, descubrieron que algunos de aquellos hombres fósiles eran también neandertales. Desde 1862, nuestra especie no volvió a estar sola y, aunque fuera cosa del pasado, ahora sabemos que en algún momento compartimos la tierra con especies de humano tan brillantes como nosotros.

QUE NO TE LA CUELEN:

  • El propio King se arrepintió de su clasificación y propuso situarlo más próximo a los chimpancés, presuponiendo que su cráneo no podía albergar un cerebro como el nuestro, capaz de entender la moral. No solo estaba equivocado en esto, sino que el volumen craneal de los neandertales era superior al nuestro e incluso los chimpancés (Pan troglodites) pueden realizar juicios morales. Ahora tenemos claro que los neandertales tenían un lenguaje más o menos rudimentario, arte e incluso ritos funerarios compatibles con una suerte de religión primitiva, negar su inteligencia es tan poco científico como sostener que eran cosacos con artritis.

REFERENCIAS (MLA):