Historia

¿Y si la Revolución Industrial empezó en España?

Algunos historiadores consideran a Jerónimo de Ayanz y Beaumont el inventor de la máquina de vapor, pero ¿es eso cierto?

Edición de una ilustración de Cottonpolis, en el Manchester de 1840
Edición de una ilustración de Cottonpolis, en el Manchester de 1840AnónimoCreative Commons

La Revolución Industrial lo cambio todo. En la historia de la humanidad ha habido muchos hitos tecnológicos y un buen puñado de ellos ha contribuido a modelar nuestro mundo hasta dejarlo tal y como lo conocemos. Sin embargo, junto con el fuego, la escritura y la revolución digital, la revolución industrial se disputa un primer puesto en el ranking de importancia y, por lo tanto, su principal representante: la máquina de vapor. Tal vez por eso nos resulte tan atractivo pensar que, tal vez, el responsable de todo ello pudiera ser paisano nuestro, un español del siglo XVI que diseñó una máquina de vapor previa a la que patentaría James Watt en 1769. Su nombre se había perdido en los siglos, pero parece que acabamos de desempolvarlo.

Jerónimo de Ayanz y Beaumont era un militar Navarro, humanista y polímata que tan pronto le daba a la música, como a la cosmología y, por supuesto, a la ingeniería. Según dónde leamos sobre su vida encontraremos desde biografías modestas hasta verdaderas odas a este “Leonardo Español”. ¿Qué es cierto, pues? Si dejamos a un lado las afirmaciones ambiguas y los efluvios chovinistas, encontraremos una serie de datos y logros interesantes y encomiables, pero que distan mucho de la producción de la mayoría de las figuras históricas que tenemos por “genios”, para cuánto menos de Da Vinci. Y, sabiendo esto, es normal que ya partamos de cierta desconfianza a la hora de aceptar que pudo ser el padre de una de las revoluciones más determinantes de la historia. Una suspicacia que se acrecienta cuando empezamos a documentarnos al respecto y encontramos que parece haber unas cuantas figuras que se disputan la invención de la máquina de vapor. ¿Cuál es el truco? Ninguna de ellas miente como tal, pero parece difícil asignar la paternidad a este invento y hay un buen motivo para ello.

La pregunta correcta

Lo cierto es que el árbol genealógico de casi cualquier revolución tecnológica es muy difícil de rastrear. No está claro dónde empieza o quién debería ser reconocido como el padre. Al final, una serie de figuras se reparten méritos bastante importantes y no parece fácil elegir uno en concreto, por lo que el cuerpo nos acaba pidiendo desistir al no poder desenmarañar la red de contradicciones que encontramos (sobre todo en textos divulgativos). Por suerte, hay dos cuestiones bastante claves que podemos preguntarnos siempre que nos encontremos en esta situación y que tal vez nos ayuden a resolver la duda.

Por supuesto, la pregunta más sencilla sería “¿quién fue el primero?”. Pero, por lo general, encontraremos que casi todos los dispositivos se basan en diseños anteriores y que, por mucho que nos sorprenda, pueden rastrearse casi tanto como nos apetezca. Por ejemplo, en el caso de una máquina que usa el vapor para generar movimiento, podríamos remontarnos al siglo I d.C. y nombrar a Herón de Alejandría padre de la tecnología. Su eolípila era una esfera llena de agua que, al calentarse, liberaba vapor a presión a través de dos conductos torcidos y, de ese modo, hacía girar a la esfera sobre un eje. De hecho, tal vez pudiéramos remontarnos algunos años más, porque sabemos que Herón solía inspirarse en diseños previos de Ctesibio. No obstante, estaremos de acuerdo con que era imposible lograr la Revolución Industrial con el diseño del alejandrino. Por eso, la pregunta realmente importante no es esa, sino quién puso la intención y quién lo hizo eficiente.

Eficiencia e intención

Herón no supo para qué utilizar la eolípila, su intención no era la adecuada y por eso no empezó a utilizarse para generar fuerza de trabajo. Ese punto de inflexión, en el que una anécdota tecnológica encuentra una aplicación revolucionaria es, posiblemente, clave para determinar quién es su verdadero inventor. En este caso hay bastante disputa, porque hasta hace unas décadas se hablaba de Thomas Savery como el pionero que desarrolló, por primera vez, una máquina de vapor funcional. Concretamente, su propósito era emplearla como bomba de succión, capaz de crear un vacío al expandir y contraer el vapor. Aquello sucedió en 1698 pero ya hemos dicho que nuestro candidato español vivió en el siglo anterior, por lo que, si hubiera encontrado una aplicación clara, podría convertirse en la primera aplicación práctica de la que tenemos constancia.

Pues bien, lo cierto es que sí. Efectivamente, Jerónimo ya había utilizado su máquina de vapor para generar un vació y ventilar gracias a él las minas. No obstante, estaremos de acuerdo en que ninguna de estas aplicaciones está cerca de los motores que hicieron de la Revolución Industrial lo que fue. Sin embargo, hay un problema todavía mayor: era absolutamente ineficiente, prácticamente un juguete curioso, mejor que nada, pero bastante inútil. Thomas Newcomen daría un nuevo paso en 1712, creando la máquina de vapor atmosférico, capaz de bombear agua de manera más o menos continua, pero todavía era muy poco eficiente. Por eso solemos considerar a James Watt el padre de la máquina de vapor, porque cuando llegó con su patente en 1769, aquella máquina reunía las dos características básicas: era aplicable y era muchísimo más eficiente que sus antecesoras. Para hacernos una idea, consumía un tercio del carbón que necesitaba la de Newcomen para producir la misma energía, y eso es lo que necesitábamos para alimentar una verdadera Revolución Industrial.

Así empezaron las cosas, mal que nos pese. Sin duda, Jerónimo de Ayanz y Beaumont es una figura de la que estar orgullosos, pero a pesar de que se apuntó algunos tantos, es difícil justificar que sea el padre de una tecnología para la que, ni fue primero, ni fue el que dio el verdadero salto en la eficiencia.

QUE NO TE LA CUELEN:

  • Hemos de reconocer que fue otro quien nos brindó la fuerza del vapor para dejar atrás a las bestias de tiro. Gracias a ello la industria se revolucionó y con ello las ciudades, que crecieron a una velocidad de vértigo. Las condiciones laborales mejoraron y los nuevos transportes permitieron que nos conectáramos como nunca lo habíamos podido hacer. El vapor nos cambió, pero podemos consolarnos pensando que, en realidad, no todo fue positivo. Fue aquí cuando empezamos a quemar combustibles fósiles como si no hubiera un mañana y el trabajo infantil se tornó incluso más oscuro de lo que ya era, con trabajos peligrosos en los que se arriesgaban a perder miembros, cercenados por las piezas de metal de alguna prodigiosa máquina. Los cambios a largo plazo en el sistema económico y sus implicaciones sociales también podrían ser tema de debate, pero, en cualquier caso, es un buen ejemplo de cómo toda tecnología tiene más de una cara.

REFERENCIAS (MLA):