Naturaleza
Cómo sobrevivir al caos (incluso tras la jornada electoral)
Los animales se organizan sin mayorías absolutas ni pactos de gobierno. ¿Por qué no podemos hacer nosotros lo mismo?
Hay un secreto que la prensa tiene muy bien guardado. A tenor de las noticias que abren telediarios o de aquellas que cubren la primera plana de los periódicos, podríamos pensar que los periodistas son verdaderos aficionados de la política. El secreto es que no. Que son personas y que están tan saturados como el ciudadano medio. Porque no solo han encadenado una campaña electoral con otra, sino que han tenido que sufrirla de sol a sol en jornadas laborales que exceden con mucho las 8 horas.
La política no solo es importante, es crucial, pero todo tiene su límite y estamos deseando navegar aguas más calmas que las de estas semanas. “Ojalá vivas tiempos interesantes”, decía la antigua maldición China. Pero, por desgracia, a la marejada le queda, al menos, todo el día de hoy. Y, entre tanta complejidad electoral, en plena fiesta de la democracia, mientras nos regocijamos en la conquista de derechos que fue el sufragio universal, una parte de nosotros piensa: ¿No sería todo más sencillo “al natural”? Por qué no vivir como nuestros parientes más peludos, que siguen la ley de la naturaleza y esquivan debates electorales y mentiras cruzadas.
El orden natural de las cosas
Dejemos a un lado las cuestiones políticas. Olvidemos ideologías y hablemos por un momento de comportamiento animal. Nada de esto es un alegato a favor de la anarquía ni de la autocracia, por mucho que convenga a algunos animales. No obstante, tal vez podamos aprender algunas cosas de ellos. Porque, lo que está claro, es que ellos viven vidas políticamente más sencillas. Y usamos “políticamente” en un sentido etimológico, como cuando Aristóteles decía que somos un animal político, del concepto “póleis”, las ciudades estado de los griegos clásicos. Dicho de otro modo: somos gregarios y vivimos en comunidades mucho más complicadas que las de otros seres vivos. Y la pregunta está clara: ¿por qué? ¿Acaso compensa?
Hay animales que ni siquiera necesitan vivir en grupos. Son solitarios que solo buscan el contacto con sus iguales para reproducirse. Sin embargo, la asociación en grandes grupos ha demostrado tener ventajas para la supervivencia. Por ejemplo: en soledad cada cuerpo es vigilado por un par de ojos. En comunidad, son muchos los ojos que otean el horizonte en busca de un peligro. Es más, si un depredador lograra pasar desapercibido a las miradas, vería reducida la precisión de sus ataques, confundido entre tanto revuelo. Del mismo modo, es más sencillo encontrar comida cuando un grupo puede peinar una zona y compartir lo que encuentre. Algunas especies encuentran incluso ventajas para desplazarse, como las bandadas que se disponen como una punta de flecha para aprovechar las perturbaciones que hacen en el aire el resto de los miembros. Los motivos son prácticamente incontables, pero, aunque esté claro que la vida en comunidad puede tener grandes ventajas evolutivas… ¿no hay alguna manera más sencilla de regularla?
El infierno son los otros
Decía Sartre que el infierno son los otros, y aunque el existencialismo haya traído tantos disgustos a la filosofía rigurosa, como alegrías a la literatura del siglo XX, hay que reconocer que Jean-Paul tenía una habilidad especial para sintetizar perogrulladas en frases evocadoras. Tenía razón, en el resto de los humanos encontramos muchas cosas y, sin duda, los roces más amargos también nacen en estas interacciones. Y, aunque los animales también “riñen”, no parecen llegar a las abominaciones que acostumbramos nosotros. O tal vez sí. Tendemos a idealizar a los animales porque, simplemente, su capacidad cognitiva también limita sus posibilidades para dar rienda suelta al mal. Pero, si buceamos un poco en tratados de etología, encontraremos que los chimpancés libran guerras políticas entre ellos, que las hormigas de diferentes colonias luchan en batallas campales y que las abejas pueden volverse contra su reina rodeándola en una ardiente bola de alas y aguijones hasta matarla. De las comunidades emergen muchas cosas, algunas buenas como hemos visto, pero también estas historias para no dormir.
Pensemos que cada individuo de una población es, valga la redundancia: un individuo. En mayor o menor grado tiene cierta voluntad individual y, a priori, podrá satisfacer sus voliciones más básicas sin el mayor conflicto. Si lo acompañamos de un segundo individuo, con suerte, querrán cosas diferentes o, incluso queriendo lo mismo, habrá suficientes recursos para ambos. Puede que ocurra lo mismo con un tercer individuo y con un cuarto. Puede que lleguemos a tener una población que roce la veintena, pero, en algún momento, las voluntades empezarán a chocar. Pensemos en Tokio, una ciudad de 37 millones de habitantes. ¿Qué poblaciones animales llegan a esas cifras? El resto de grandes simios viven en comunidades mucho más modestas e incluso las grandes migraciones de ñus, cebras, o caribúes que vemos en los documentales se quedan muy lejos de estas cifras.
Uno de los casos más extremos es el de una cueva en México donde viven 20 millones de murciélagos de cola libre y, sin embargo, sigue lejos de nuestro récord. Posiblemente, unos de los pocos animales que nos supera son los arenques, que pueden vivir en grupos de cuatro mil millones de individuos en el océano Atlántico. Y aquí encontramos otro detalle importante, porque si bien el número de individuos es un factor importante, no es el único: la complejidad de las interacciones posibles entre sus miembros también influye.
Sodoma y gomorra
¿Qué le dice un arenque a otro en un banco en medio del Atlántico? No es un chiste, es una pregunta retórica porque, aunque tengan cierto grado de inteligencia, sus formas de relacionarse con otros arenques serán mucho más limitadas que las que podamos explorar nosotros y, por lo tanto, los roces también serán más sencillos de gestionar (o tal vez de olvidar). Pongamos como ejemplo las ratas, unos animales de gran inteligencia, capaces de aprender trucos y de establecer lazos afectivos tremendamente fuertes. A finales de los años 60 el científico John Calhoun diseñó uno de los experimentos más inquietantes de la historia: Universo 25.
Calhoun encerró a unas pocas ratas en un paraíso. Un recinto con suficiente espacio, comida, agua y juguetes como para saciar todas sus necesidades. Las ratas empezaron a reproducirse hasta que encontraron una única limitación: el espacio. Seguían teniendo comida, agua y todo lo que quisieran, pero el recinto se había quedado pequeño y las interacciones eran más frecuentes, propiciando sus inclinaciones más pendencieras. Lo que había empezado como 4 machos y 4 hembras era, un año después, una urbe de 620 ratones. Descontando el previsible incesto, había infanticidio, luchas de poder, canibalismo y un periodo de sexo obsesivo e indiscriminado al que siguió una pertinaz sequía. El último de los ratones nació en 1970 y el caos ya se había apoderado del recinto. Las madres devoraron a sus hijos, los machos comenzaron a montarse compulsivamente y resultó que el propio espacio era un recurso escaso por el que pelearse a muerte. Por eso es tan raro que en la naturaleza sobrevivan grupos tan grandes porque, por lo general, es más sencillo dividirse que establecer una serie de reglas de conducta para el correcto funcionamiento de la comunidad.
Hay algo intrínsecamente conflictivo en reunir a grandes cantidades de individuos inteligentes bajo un mismo techo. Y, aunque los animales hayan encontrado formas de organizarse sin un gobierno, en nuestro caso no es tan sencillo. Si queremos seguir viviendo en grandes comunidades, con todo lo que eso conlleva, es muy probable que debamos seguir aguantando su cara oscura: la política. Así que feliz día de la democracia y ánimo con la tormenta mediática, porque no ha hecho más que empezar.
QUE NO TE LA CUELEN:
- Aunque normalmente nos referimos al desorden como “caos”, la ciencia y en concreto la matemática, le da una definición muy distinta a este término. El caos no sería un desorden, sino el comportamiento de un sistema muy sensible a las condiciones iniciales. O, dicho de otro modo: algo que aparentemente puede resultar errático, pero que en realidad es perfectamente predecible si contáramos con toda la información que influye en él hasta el último dígito. Un ejemplo es el tiempo atmosférico, que se hace más impredecible cuanto más miramos al futuro, precisamente porque nuestras medidas del sistema inicial están limitadas y el error se va acumulando poco a poco.
REFERENCIAS (MLA):
- Hamilton, W. D. The genetical evolution of social behaviour. International Journal of Theoretical Biology 7, 1-16 (1964).
- Blumstein, D.T. (2010) ‘Towards an integrative understanding of social behavior: New models and new opportunities’, Frontiers in Behavioral Neuroscience [Preprint]. doi:10.3389/fnbeh.2010.00034.
- Cronin, K.A. (2012) ‘Prosocial behaviour in animals: The influence of social relationships, communication and rewards’, Animal Behaviour, 84(5), pp. 1085–1093. doi:10.1016/j.anbehav.2012.08.009.
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