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El escándalo Proust: cuando Francia lo tildó de “vampiro” y “vulgar”

Thierry Laget recoge en un ensayo el revuelo y la polémica que causó la concesión del Premio Goncourt al escritor por su novela «A la sombra de las muchachas en flor» y explica las negociaciones y maniobras que hizo el novelista para convencer al jurado

El escritor Marcel Proust
El escritor Marcel Proustlarazon

El imaginario literario conserva la estampa bohemia de un Marcel Proust lacónico, hundido en una cama de barrotes de hierro, asediado por una enfermedad o hilera de enfermedades y aquejado por esa dolencia de la memoria que es la nostalgia. Una imagen redondeada por la descripción de un dormitorio con tres mesas de trabajo, un biombo, un mueble chino, unas cortinas de satén azul y un fuerte olor a polvo de estramonio que durante días, puede que semanas, permanece suspendido en el aire. Un retrato que, por su potencia evocadora y romántica, seguramente habrá seducido a más de un escritor en ciernes o novelista incipiente dotado aún de una generosa dosis de ingenuidad, pero que difiere notablemente del novelista cobista y adulador de jurados, redactor de misivas edulcoradas que lo único que desea ver es «una gran fotografía de él» en las páginas de los diarios y ser por fin bautizado por los popes y verse rodeado d fama.

Thierry Laget ofrece en «Proust», Premio Goncourt» (Ediciones del subsuelo) un esbozo inusual del autor de «En busca del tiempo perdido» y la incómoda pugna que emprendió por obtener el galardón más prestigioso de las letras francesas, mostrando así lo que saben mucho, las bambalinas por costumbre que suele haber detrás de este tipo de distinciones tan populares. Pero, también, recoge la polvareda que levantó en la Prensa esta concesión, que no todos los lectores y periodistas comprendieron. Unas deliberaciones que tuvieron lugar, como era costumbre, en un restaurante, con sus sillones acolchados, y, por supuesto, después de atender un motivo más relevante y urgente que los asuntos literarios: el almuerzo. Aquel miércoles 10 de diciembre de 1919, los miembros convocados para decidir el libro del año atendieron sus paladares de una manera moderada, casi frugal, deleitándose con unas raciones de riñones, pollo asado picante, botellas de «blanc de blancs, rey de los champanes brut», y unas ostras, «más frescas que de costumbre», en el modesto parecer de uno de los asistentes, que corrían por cortesía de la casa. Comentan distendidamente la muerte de Auguste Renoir y los buenos tiempos pasados, cuando «asistía Stéphane Mallarmé, que era un gran conciliador y aportaba serenidad a todos los temas que se debatían a su alrededor».

Esa escena conciliadora, de ancianos con ilustres nombres, no revelaba la enconada disputa que desde hacía semanas libraban dos hombres de letras y que ninguno de ellos menciona aún para evitar que se les agríe la digestión: Marcel Proust, que deseaba que «A la sombra de las muchachas en flor», el segundo volumen de su serie, recibiera la bendición de estos académicos, y Roland Dorgelés, que acude a esta cita con su libro «Las cruces de madera». En esta carrera de podencos literarios parece que este último partió con ventaja. El tiempo, por no decir la Historia, con mayúsculas, estaba con él. Su propuesta es una narración bélica –«no conozco ningún relato de guerra más conmovedor», se llega a afirmar en una publicación– repleta de naturalismo, vigor y «descripciones sobrecogedoras». Estas páginas, subraya otra reseña, «están entre las más trágicas y más verdaderas que la guerra ha sugerido». Francia todavía no ha olvidado esa «Ilíada» del siglo XX que fue la Primera Guerra Mundial, que sembró las trincheras de Europa con los cadáveres de sus jóvenes Aquiles. El país, conmocionado con la tragedia, aún tiembla y se emociona con estas exaltaciones lúgubres que encuentran en los libros. A todas luces, este escritor, que tantas veces había arriesgado la vida para cimentar su obra, parece el gran favorito para conseguir el favor del jurado.

En su contra, la necesidad de una nación que trata de olvidar los miles de muertos que había dejado la contienda y pasar página de una vez por todas. Los franceses querían retomar sus vidas, lanzarse a los locos años veinte y dejar atrás los horrores y traumas de un choque que ha obligado a miles de madres a enterrar a sus hijos. Por eso, enfrente de tantos episodios de camaradería, de «peludos» (como llamaban a los soldados galos), de tantas «horas H», asaltos y obuses que impiden cerrar este capítulo, empieza a erigirse como firme ganador la novela de un autor minucioso, prolijo y detallista, capaz de extenderse durante folios enteros para una descripción. Marcel Proust, que en principio parte en desventaja, comienza a ganar adeptos. Su amistad con Léon Daudet, en el jurado, le ayuda a deshojar las resistencias de otros compañeros. Empiezan los contactos, las recomendaciones, un juego de murmullos con trazas de partida de naipes. ¿Quién se saldrá con la suya? Los diarios hablan de cenas para recavar apoyos. En «Populaire» se dice: «En el mundillo de las letras, en París, hay seis hombres cuyo reconocimiento se mide, si se me permite, en función de su digestión a la sombra de habanos en flor». ¿Es cierto? ¿Son calumnias? La realidad, los bulos y las mentiras se confunden. Lo único cierto es que a las dos de la tarde de la jornada señalada, después de tres rondas, Dorgelès obtiene cuatro votos mientras Proust reúne seis apoyos (cinco de ellos, como se habían comprometido con él, lo respaldarían desde la primera vuelta). El anuncio reza: «Tenemos el honor y el placer de anunciarle que ha sido usted elegido hoy para el Premio Goncourt por su libro “A la sombra de las muchachas en flor”. Recibe, estimado señor y querido colega, el testimonio de nuestra más alta consideración».

Después de redactar tan concisa nota, los miembros del jurado (descritos por algún cronista como «una residencia de la tercera edad») se levantaron, se pusieron los abrigos y salieron a calle, envuelta en niebla desde por la mañana. Los periodistas los rodean. Algunos consiguen declaraciones. Uno de ellos, en un arrebato de lucidez, confiesa: «No, no he leído los libros de Proust, pero los he hojeado. Sus caracteres son muy pequeños y no hay ni un solo punto y aparte. Pensé que era una broma de mal gusto». Pero, ¿y Proust? Mientras París se indignaba por el fallo, el escritor dormía. Más tarde aseguraría que no tenía ni idea de cuándo se entrega el premio. La comitiva de Gallimard acude a su domicilio, llaman, y Celeste, que atiende a Proust, los recibe. Al conocer la noticia, sin demora, y transgrediendo las severas normas impuestas en la casa, Celeste entra en su dormitorio y dice:

–Señor, tengo una gran noticia que seguramente le complacerá... ¡Ha recibido el Premio Goncourt!

La respuesta solo puede calificarse de inmortal:

–¿Ah?

Al tiempo que Proust recibe a los representantes del sello editorial, el fallo del jurado convierte la Ciudad del Sena es un teatro de indignación y rumores. El galardón se había creado por sus fundadores para entregarse a jóvenes autores «poco adinerados» para que puedan «afrontar las dificultades de la vida» con la dotación de 5.000 francos (unos 6.500 euros de hoy, aunque una gran suma en su momento). Una cantidad que no debía parecer muy impresionante para Proust, «que en 1914 se disponía a regalar a Alfred Agostinelli, por veintisiete mil francos, un aeroplano, y, por la misma cantidad, un Rolls-Royce». A esto hay que añadir un pormenor: al ganador se le puede tildar de muchas cosas, pero a un hombre de cincuenta años difícilmente se le puede llamar «joven». Sin más preámbulos, se desencadena una auténtica avalancha de protestas: «El Goncourt firmó ayer su sentencia de muerte», se lee en «Léntente»; en «Gil Blas», Jean Pellerin afirma: «El público se desanimará ante ese tupido entramado de sutilezas, despreciará una vez más la “literatura”. ¡Y volverá a “Fantômas”! ¿Quién se atreverá a reprochárselo?»; un poeta, Joachim Gasquet, escribe: «No hay nada más aburrido, más fatigoso que esas invenciones insulsas y rebuscadas. Quiere convencernos de su elegancia, de su indolencia. Es el más vulgar de los improvisadores».

La apariencia de Proust, según Thierry Laget, tampoco ayuda demasiado a serenar los ánimos. Su aspecto difiere bastante de la moda imperante y a pesar de sus intentos para restar años a su edad, no lo logra. Su manera de vestir, como recalca el autor del libro, «se ve anticuada, como la de un muerto al que se ha enterrado con sus mejores galas; aunque pretende rejuvenecerse, parece más viejo, y los retratos que facilita a los periódicos podrían colgar de una galería de escritores del siglo XIX, donde se codearía con los daguerrotipos de Balzac». A pesar de los críticos que defienden su narrativa y la valentía de su apuesta literaria, en la sociedad va calando lo que difunden unos y otros con clara malicia. Thierry Laget destaca que si se lee la Prensa de esos días se «obtiene el retrato de un excéntrico, de una mente trastornada, de un vampiro que prefiere leche en lugar de sangre, de un perverso literario». Comenta que la visión que se da del novelista es la de «un hombre a quien nada le ha sucedido». El fragmento de un detractor es ilustrativo: «El señor Marcel Proust únicamente bebe leche. Cada día le suben de cuatro a cinco litros. No hay ni una sola botella de vino en su bodega...». Este último detalle, tratándose de un francés, debe ser una falta más que notable.

Si la polémica no era suficiente hay que sumar el debate de los dos libros enfrentados. La obra de Dorgelès es más barata que los dos volúmenes publicados de Proust. Esto hace que venda más que su rival. Y el Premio Goncourt, que muchos contemplaban como una manera de aumentar ventas, no logra tirar de «Por el camino de Swann», el primero de los dos publicados. El prestigio del Goncourt fue calando lentamente en la población, en la crítica y, al final, a pesar de los reveses, Proust, quien había leído el título de su adversario y admitió que no le había despertado el más mínimo entusiasmo, pudo gozar del reconocimiento que prometía este galardón. El creador del «mundo de Guermantes», en enero de 1920, dos años antes de su fallecimiento, escribiría: «Todo acabará mal para mí y ya ha empezado hace mucho tiempo, pero el Premio Goncourt no tiene nada que ver y tampoco tiene tanta importancia». Para él, como aputnar Thierry Laget, «es una señal crepuscular».