El regreso bisexual de Drácula
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Cuenta la leyenda que, allá por 1994, a Kirsten Dunst se le prohibió ver la cinta que acababa de rodar junto a Cruise, Pitt y Banderas: «Entrevista con el vampiro». Según los señores Dunst, las doce primaveras de la criatura que habían acunado con tanto cariño y delicadeza eran insuficientes para asimilar la leyenda de semejante ser mitológico. Un verdadero monstruo. Ni siquiera haber protagonizado la historia era suficiente para levantar el veto, pues se trataba de una sombra demasiado alargada para una niña que podía convertir aquello en pesadillas y, a su vez, perder toda su infancia si se ponía delante del mito. Lo que no sabemos es si entre escena y escena del rodaje estaban esos mismos progenitores para tapar unos ojos vírgenes de sangre. Y es que algo tendrán los vampiros para que su oscuridad nos acompañe desde tiempos faraónicos. El miedo siempre como argumento, siempre en un primer plano que ha alimentado el imaginario popular y ha hecho que, por ejemplo, meterse en una cueva resulte un acto casi heroico en el que salir con vida de allí será un capricho en manos del destino. No vaya a ser que un murciélago de apenas diez centímetros vaya a hacer realidad el cuento y, de repente, se convierta en un auténtico chupasangre que acabe con nuestros mortales sueños. Sea lo que sea, los vampiros, dentro de nuestras cabezas o incrustados en la historia (recuerden a Vlad el Empalador, inspiración de Bram Stoker en 1897), siempre están ahí. Ayer mismo se presentaba en Madrid el «Drácula» de Ramón Paso (en el Fernán Gómez Centro Cultural de la Villa desde hoy), «una biografía no autorizada», recuerda un subtítulo que ya da pistas por dónde va la trama: por el lugar que le ha apetecido a Paso, capaz de englobar el montaje teatral dentro del género de «suspense sexy». Una adaptación libre («el 60% es de Stoker, el otro 40, mío») que, salvando las distancias, va en la línea de lo presentado por Netflix y la BBC: el «Drácula» a cargo de Mark Gatiss y Steven Moffat («Sherlock») que, hasta el momento, es uno de los estrenos seriéfilos del año. La producción toma el nombre de la obra de Stoker y, a grandes rasgos, la idea original, porque todo lo demás, digamos, está en consonancia con estos años 20. Por lo visto, la figura del vampiro que ha llegado hasta nuestros días dista mucho de la noción que guardan los puristas: Drácula sigue siendo ese ser oscuro, sediento de sangre y algo gótico, pero ahora coquetea con la bisexualidad y suelta chascarrillos. La flema británica invade al personaje de Claes Bang (para algunos «el mejor desde Gary Oldman», para otros un escándalo acorde con la versión), que hace del humor, también de la sensualidad, una de sus señas de identidad. Dicen que la evolución de Drácula (y, por extensión, de los vampiros) a lo largo de los tiempos refleja la sociedad en la que vive y los tormentos de esta. No sé si los miedos servirán para quitarnos el sueño más o menos, pero, por lo menos, aprovechemos estas fechas de propósitos de Año Nuevo para pedir que no nos quiten el humor al que se agarra Bang.