Muere George Steiner, el último sabio de la vieja cultura europea, a los 90 años
Considerado uno de los críticos literarios más influyentes del siglo XX, Steiner ganó en 2001 el premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades
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Decía cosas que aludían a formas de hacer de otro tiempo, y que él consideraba que había que preservar. Por ejemplo, que en la actualidad, la sociedad se niega a aprender de memoria. George Steiner (nacido en Neuilly-sur-Seine en 1929), ya estando jubilado como profesor universitario, lo lamentaba de forma especial en “Elogio de la transmisión”.
Su opinión al respecto no tenía fronteras en el mundo occidental: «Nuestra escolaridad, hoy, es amnesia planificada». Asimismo, el gran crítico que nos dejó la noche de este lunes a los 90 años, había incidido en la importancia del café para la configuración del carácter de todo el continente en una de sus obras: «Europa está hecha de cafés. Dibujad un mapa de los cafés y tendréis uno de los indicadores esenciales de la “idea de Europa”. Mientras haya cafés, “la idea de Europa” tendrá contenido», aseguraba.
Él fue uno de esos casos en que, como pasa en muy pocas figuras del ámbito de la crítica literaria, se vuelven protagónicos, destacan como autoridades cuyas voces se dejan oír y acaban siendo influyentes, enlazando a veces su actividad –esa de servir como pedagogos, facilitadores de cultura– con su vida privada, y hasta volviéndose estrellas del firmamento intelectual.
Como ejemplo de ello, podríamos recordar dos momentos de su paso por España, uno en Madrid en el año 2001, para una charla en el Círculo de Bellas Artes, que disfrutó de una gran expectación, inaudita en el territorio de la cultura. En un mundo donde escasea la verdadera sabiduría encarnada en individuos que sean líderes de opinión juiciosa e inspiradora, este judío de formación trilingüe (alemana, francesa e inglesa) fue dando una mirada inteligente y erudita acerca de todo lo que concierne al ser humano.
El público lo comprobó en el 2007, cuando fue invitado a dar una conferencia en Barcelona, que se publicaría al año siguiente en catalán, con el título de “Recordar el futur”. En ella, tras proferir una referencia al nacionalismo catalán, en el ámbito de una reflexión sobre Europa, tan pronto hablaba del Big Bang como de James Joyce. No hacía mucho que había aparecido su libro autobiográfico –es decir, intelectual– “Errata. El examen de una vida” (Siruela, 1998), y ya hacía tiempo que estaba denunciando de forma implacable y transparente el desencuentro entre las humanidades y las ciencias, y siendo un representante de la «crítica antigua», que en él tuvo una sencilla justificación: la de profundizar, desde el afecto y la admiración, en los asuntos metafísicos, religiosos y políticos de las obras maestras, y por consiguiente leer a la vieja usanza, sin contaminaciones de corrientes críticas modernas, como se percibe en el volumen antológico «Lecturas, obsesiones y otros ensayos» (Alianza, 1990).
Otra idea nuclear asimismo caracterizó su pensar durante toda su trayectoria hasta el siglo XXI. Su conclusión no podía ser más visible y negativa: la capacidad artística del hombre, su aspiración a la belleza en plena crisis lingüística desde la Primera Guerra Mundial, no ha servido para alejarnos de la barbarie y el irracionalismo. Y si bien encontramos dicha premisa en multitud de sus trabajos, pudimos localizar la génesis de esta idea en “Nostalgia del absoluto” (Siruela, 2001), una serie de cinco conferencias emitidas por radio en 1974 en que señalaba la «decadencia del papel desempeñado por los sistemas religiosos formales, por las iglesias, en la sociedad occidental», para luego analizar las corrientes mal llamadas «científicas» –pues tienen un componente esencialmente literario– que han pretendido llenar «el vacío central dejado por la erosión de la teología». Para tal cosa, partía de algunas «mitologías» sustitutivas de los últimos ciento cincuenta años como el marxismo y el psicoanálisis, para luego demostrar su fracaso al no aportar soluciones a nuestros distintos pecados.
Para él, estábamos en una sociedad que sufre una «dramática crisis de confianza» y que se pregunta si tiene futuro la busca de la verdad. Sus libros fueron una perfecta muestra de cómo la literatura comparada puede derivar en una mezcolanza de sociología, historia, filosofía o psicología.
Steiner abrumaba y deslumbraba con su extraordinaria erudición, sabiduría y elegancia cuando nos hablaba del «cansancio esencial en el clima espiritual del fin de siglo XX», y firmó libros tan importantes como “En el castillo de Barba Azul” (1971), “Presencias reales” (1989), “Lecturas, obsesiones y otros ensayos” (1984) o “Pasión intacta” (1996), en que penetró en las consecuencias de la decadencia de los valores religiosos en nuestra sociedad occidental.
Maestro de la literatura comparada
Steiner fue un maestro de la literatura comparada con libros como “Tolstói o Dostoievski”, publicado en Siruela: «Mas, ¿por qué Tolstói o Dostoievski? Porque propongo que se juzguen sus realizaciones y se defina la naturaleza de sus respectivos genios por medio del contraste», decía.
Así, apoyándose en una bibliografía selecta sobre «los dos novelistas más grandes del mundo», el autor colocaba el florecimiento de la novela rusa del siglo xix junto a otros períodos triunfales en la historia de la literatura occidental, como el tiempo de la tragedia griega, añadiendo a Platón, y la época isabelina. «En los tres, el pensamiento occidental saltó hacia delante desde las tinieblas mediante la intuición poética; en ellos se reunió mucha de la luz que poseemos sobre la naturaleza del hombre», dejó apuntado.