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Malcolm X, nada que ver con el amo blanco

La Policía de Nueva York ha decidido reabrir el caso sobre su asesinato tan lleno de misterio y conspiraciones como los de otros líderes
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  • Víctor Fernández está en LA RAZÓN desde que publicó su primer artículo en diciembre de 1999. Periodista cultural y otras cosas en forma de libro, como comisario de exposiciones o editor de Lorca, Dalí, Pla, Machado o Hernández.

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Todo ocurrió rápido, demasiado rápido como para reaccionar y poder impedir el crimen que tuvo lugar en un concurrido salón de baile, dispuesto para poder escuchar a un orador. Los tres hombres que dispararon se preocuparon de ir lo más deprisa posible como para evitar que fueran detenidos, aunque uno de ellos fue arrestado. En el suelo, sobre el escenario, quedó el cuerpo acribillado a balazos de Malcolm X. Solamente una semana antes habían tratado de acabar con él incendiando su casa salvándose por los pelos tanto él como su familia. La comunidad negra perdía a uno de sus referentes y nacía un mito al que muchos siguen sus pasos hoy en día, justo cuando la Policía de Nueva York ha decidido reabrir el caso sobre su asesinato tan lleno de misterio y conspiraciones como los de otros líderes, también muertos a tiros en Estados Unidos durante la década de los sesenta.
Malcolm Little, también llamado El-Hajj Malik El-Shabazz, pero conocido y reconocido mundialmente Malcolm X, sigue conservando intacto su mensaje activista, el mismo que reivindica la comunidad negra cada vez que hay -y ocurre demasiadas veces- en la América de Trump, aquella en la que cualquier negro es sospechoso solamente por el simple hecho de tener una piel oscura. El propio Malcolm X vivió todo eso en primera persona, desde su infancia, cuando su padre fue atropellado por un tranvía, un accidente que siempre sospechó que en realidad fue un asesinato perpetrado por el KKK. El joven Malcolm quería ser abogado y ayudar a los suyos, pero pronto alguien le dio un baño de realidad recordándole que era negro y los negros no serían jamás contratados para compartir despacho con otros letrados. Era mejor que fuera carpintero, aunque el muchacho optó por acercarse al lado más oscuro y tratar de vivir y sobrevivir como un delincuente que trapicheaba con drogas o traficaba con mujeres como proxeneta.
El hombre que un día le limpió los zapatos a Duke Ellington acabó con sus huesos en la cárcel. Fue allí donde conoció las enseñanzas de Elijah Muhammad, el líder de la Nación del Islam. Malcolm X vio una luz que lo eliminaría toda su vida, la del islamismo, la de una religión en la que no era juzgado por el color de su piel. Empezaron sus cambios al encontrar esa voz que le hizo cambiar su apellido, el que les había dado un esclavista a sus antepasados, por el de X. Ya no tendría nada que ver con el amo blanco. Si hasta ese momento la Nación del Islam había conseguido unos pocos centenares de adeptos en Estados Unidos, Malcolm X, como pastor de la causa, logró que las cifras aumentaran a miles de seguidores, miles de seguidores de una manera de pensar en la que no cabía el pacifismo dialogante del reverendo Martin Luther King jr. Recorrió el país abriendo mezquitas y logró seducir con su palabra a muchos, como a Muhammad Ali. Los medios de comunicación también quedaron hechizados, un hechizo que todavía hoy dura.
No fue extraño que muchos vieran en él a alguien peligroso. Eso pensó el FBI incluso antes de que entrara en la Nación del Islam y eso también pensaron algunos miembros de su propia religión que vieron en él a un rival, empezando por el propio Elijah Muhammad. Cuando decidió ir por su cuenta, lejos de la Nación del Islam, Malcolm X ganó seguidores, pero también muchos, demasiados enemigos. Lo que ocurrió el 21 de febrero de 1965 en Manhattan, aquel asesinato, sigue siendo un enigma.
Hoy se le sigue leyendo. Su “Autobiografía” se reedita como el primer día incluso con nuevas aportaciones, como ocurrió en 2018, cuando se subastaron páginas que no se incluían en la versión original. Pero donde es más evidente su huella es en la respuesta de su comunidad, aquella a la que Donald Trump suele dar la espalda. Son aquellos que todavía encuentran consuelo en sus palabras.

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