Hitler, los últimos día de la bestia
Las tropas soviéticas avanzaban entre las ruinas de la capital mientras el ejército alemán apenas resistía su empuje.
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«La inquietud y el nerviosismo de Hitler adquirieron dimensiones amenazadoras. Atormentado por sus preocupaciones, se despertaba muy temprano. Vagaba por las estancias del búnquer arrastrando los pies (…). Había encanecido más; parecía un anciano (acababa de cumplir 56 años). Ya no podía permanecer quieto en ningún sitio: apenas había tomado asiento en la centralita se levantaba para ir a la sala de máquinas donde se hallaban las instalaciones de la ventilación. O bien se arrastraba hasta la caja donde se hallaba su perra Blondi y buscaba en la camada a su perrito Wolf e intentaba jugar con él. Hablaba muy poco». Esta narración corresponde a los días 22/24 de abril de 1945 y pertenece a Heinz Linge, ordenanza y ayuda de cámara de Hitler durante los diez últimos años de su vida y testigo de excepción de su final (Heinz Linge y Otto Günsche, «El Informe Hitler», Tusquets, 2008). Hitler había regresado a Berlín en enero de 1945 tras la decepción de la batalla de Las Ardenas. La ciudad, sobre la que los Aliados habían lanzado 600.000 toneladas de bombas, era un mar de escombros. La Cancillería estaba dañada por el desplome de algunos techos y no quedaba un cristal indemne, resultaba difícil calentar una habitación que pudiera usarse para trabajar y vivir; por otra lado, como continuaban los bombardeos, Hitler debía descender al búnquer con frecuencia por lo que, en marzo, decidió trasladar su despacho y habitaciones a las profundidades de aquel cofre de acero y hormigón. Era un lugar lóbrego y maloliente pese a los buenos servicios de ventilación, porque había sido ocupado antes de que terminara de secarse. Tenía dos plantas, a las que se accedía desde la Cancillería. Arriba residía el destacamento de las SS que custodiaba el complejo y el personal militar adjunto al Führer, y estaban el comedor y la cocina. Abajo, a la derecha de un gran pasillo central, que servía de sala de reuniones, estaba la potente centralita telefónica, la enfermería, las habitaciones de Bormann, Göbbels y el médico; a la izquierda, las máquinas de ventilación y calefacción, el despacho de Hitler, por el que se accedía a dos habitaciones (la suya y la de Eva Braun) y al cuarto de baño de ambos y, por fin, la sala de mapas, en la que el Führer se reunía con sus militares. Desde esa planta podía acceder al jardín de la Cancillería.
En ese escenario, acompañado de sus colaboradores más próximos –cada vez menos, porque quienes pudieron abandonaron Berlín–se desarrolló el ocaso de Hitler. Aquel hombre se parecía poco al soberbio dominador de gran parte de Europa entre 1940 y 1943. Deambulaba como una sombra por el búnquer a la espera de las conferencias militares en las que aún concebía planes fantásticos para revertir la situación, pero sólo se les comunicaban desastres. La última esperanza militar residía en el ejército de Wenk, que desde el Elba trataba de acercarse a Berlín para romper el cerco soviético, una quimera: las tropas de Wenk eran tan inferiores a las de Kónev y Zhúkov que bastante hizo con alcanzar Potsdam y sacar del cerco al 9º Ejército de Busse.
Militarmente no había nada que hacer salvo seguir la lucha en las calles de Berlín, cada vez con menos hombres y medios. No se sabe qué fe mantuvo vivo a Hitler, cuyos cuatro últimos días de vida fueron una serie de decepciones. A mediodía del 26, tras una tempestad artillera soviética, que perforó el pasillo entre la Cancillería y el búnquer, llegó un telegrama de Göring pidiéndole permiso para asumir el papel de Führer, según resolución de 1 de septiembre de 1939, teniendo en cuenta que se hallaba aislado en Berlín… Hitler se puso rojo de rabia: «Oh este Göring… ¡Plantearme un ultimátum a mí!». Y si ya estaba encendido de ira, peor se puso cuando Bormann, secretario del partido Nazi, atizó el fuego sugiriendo que Göring siempre había deseado suplantarle, de modo que Hitler dictó una orden para que la policía detuviera a Göring y lo ejecutara si intentaba escapar. A la vez, pidió al general de la Luftwaffe, Ritter Von Greim, que se trasladara a Berlín. Lo hizo a bordo de una avioneta, que logró aterrizar en la Unter den Linden bajo el cañoneo soviético, resultando herido el general… Mientras lo curaban, Hitler le comunicó que le había llamado para que sustituyera a Göring como jefe de la Luftwaffe, que ya había desaparecido. No sería la última decepción. El anterior día 20, cumpleaños de Hitler, el jefe del aparato policial y represor nazi, Heinrich Himmler, había abandonado Berlín con el fin de activar, a espaldas de Hitler, sus negociaciones secretas con el diplomático sueco Folke Bernadotte para que mediara en una paz por separado de Alemania con los Aliados occidentales y, como fue imposible, trató de buscar una salida personal. Pura ilusión, pero la agencia de noticias Reuters se enteró e informó el día 28. El despacho llegó al búnquer y se lo entregaron a Hitler mientras hablaba Von Greim. Según Hanna Reitsch «Hitler enrojeció de cólera, gritó como una fiera herida, lloró desesperadamente y, finalmente, gimoteó como un niño». Después ordenó que se detuviera al agregado de Himmler en el búnquer, general de las SS Hermann Fegelein, cuñado de Eva Braun, que fue interrogado y, pese a su vago conocimiento de los enredos de su jefe, luego lo fusilaron.
Una boda inesperada
Esas «traiciones» y el avance soviético hacia la Cancillería, de la que se hallaban a 1.300 metros, avisaron a Hitler de que era el final. La noche del 28 de abril, dictó su testamento a su secretaria Traudl Junge, según el cual había decidido casarse con su amante Eva Braun porque ya su soltería no le era útil a Alemania. Para la boda se habilitó el pasillo central; allí llegó, pasada la 1 de la madrugada del 29 de abril, un funcionario para oficiar la ceremonia. «Hitler y Eva Braun salieron de sus habitaciones cogidos de la mano (…) A Hitler le costaba caminar. Su semblante estaba lívido y su mirada erraba de un lugar a otro. Lucía la insignia de oro del partido, la cruz de hierro de primera clase y la insignia de los heridos en la Primera Guerra Mundial. Eva, también pálida por las noches de insomnio, vestía un traje azul marino y se cubría la cabeza con una gorra de piel de color gris…». (Linge/Günsche, «El informe Hitler»). Fueron testigos los últimos gerifaltes nazis: Bormann y Göbbels. Después, los recién casados y los testigos se reunieron con Magda Göbbels, los generales Krebs y Burgdorf, los coroneles von Bellow y Günsche, ayudantes del Führer, las secretarias Traudl Junge y Gerda Christian y la cocinera Mainzialy en un refrigerio acompañado de té y de champán, pero Hitler, que apenas probó la comida y la bebida, se retiró con Göbbels y Bormann para hablar de su sucesión. Después terminó de dictar su testamento político, según el cual él era un pacifista que había tratado de preservar la paz, pero las democracias incumplieron los acuerdos de desarme y, empujados por los judíos, declararon la guerra. Luego justificaba su muerte como ejemplo de virtudes germánicas, para iluminar el camino de la juventud. Finalmente, designaba un gobierno para regir el país poniendo al frente a un marino, al almirante Karl Dönitz.
Hitler se despertó tarde. Las noticias eran pésimas: los soviéticos avanzaban. A mediodía, el Reich había quedado reducido a diez kilómetros de largo por tres o cuatro de ancho, por lo que Hitler dictó instruccion para su muerte y la cremación, sobre todo tras enterarse del final de Mussolini. «No quiero convertirme en un payaso que sea exhibido, ni en la figura de un museo de cera o algo así...», dijo al retirarse con Eva, lo que se interpretó como el adiós definitivo. Cuando se difundió el rumor de que se iba a suicidar los guardias y personal subalterno montaron una orgía con alcohol, mujeres y tanto ruido que alcanzaba la planta baja, donde Hitler pidió a su ayudante, coronel Günsche que los llamara al orden.
Con las avanzadillas soviéticas a menos de 500 metros de la Cancillería, a mediodía del 30 de abril, Hitler optó por terminar. Se despidió de sus colaboradores y amigos y, después de las 15 horas, se encerró en su despacho junto con su esposa, encargando al coronel Güsche y a su mayordomo Linge que no permitieran el paso a nadie. Estos creyeron oír el ruido de un disparo y, al cabo de unos minutos, se atrevieron a entrar, hallando a Eva Braun medio tumbada en el sofá, con restos de una cápsula de cianuro entre los dientes; Hitler se había asegurado: al tiempo que mordía la ampolla se disparó a la sien derecha con su Walter 7,65. Tras Linge y Günsche llegaron Göbbels y Bormann, que ordenaron a soldados de las SS que llevaran los cadáveres al jardín, donde fueron quemados con gasolina. Esa operación revistió dificultades a causa del bombardeo de la artillería soviética, por lo que los presentes abandonaron los cadáveres ardiendo y se refugiaron en el búnquer. Más tarde, soldados de las SS, sepultaron someramente los restos, donde los encontraron dos días más tarde los soviéticos.