La accidentada capitulación de Alemania
Las múltiples firmas provocaron confusiones históricas al datar el final de la Segunda Guerra Mundial: para alemanes y norteamericanos, concluyó el 8 de mayo; y para británicos y soviéticos, el 9. Aunque Churchill lo tenía claro: “Eso no debe impedirnos celebrar los días de hoy y de mañana la victoria"
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"Con objeto de dar a los alemanes un gobierno formado por hombres honestos, que cumplirán con su deber de continuar la guerra con todos los medios y fuerzas posibles, yo, como Führer de Alemania, nombro a los siguientes miembros del nuevo Gobierno: presidente del Reich, Dönitz…” y luego, en la madrugada del 29 de abril de 1945, 36 horas antes de su muerte, firmó su testamento. Martin Bormann, el secretario del partido Nazi y hombre de confianza de Hitler, a primera hora de aquella mañana envió copias por duplicado a los interesados mediante oficiales de la Wehrmacht, que burlaron el cerco soviético de Berlín por las vías aún existentes: túneles, alcantarillas y canales… No sería muy difícil, porque llegaron muchos mensajeros, pero el procedimiento resultaría lento: el principal interesando, el gran almirante Karl Dönitz, jefe de la Kriegsmarine, cuyo cuartel general de hallaba en Plön, cerca del Báltico y a 340 kilómetros de Berlín, recibió el mensaje cincuenta horas después de que saliera del Búnquer, el primero de mayo por la tarde.
Dönitz, que organizaba las limitadas capacidades de sus escasos buques para rescatar a destacamentos militares y a grupos de civiles aislados en las costas del Báltico y para enlazar a las fuerzas alemanas de ocupación en Noruega y Dinamarca, quedó apabullado por lo que le había caído encima. Aunque Hitler ordenaba la continuación de las hostilidades, Dönitz asumió “que se aproximaba la hora más sombría que le cabía a un soldado, la capitulación incondicional. Sabía, también, que mi nombre se asociaría a ella para toda la Historia y que se trataría con odio de atacar mi honor. Pero el deber me exigía que desempeñara ese papel (…) Mi programa de gobierno consistía en salvar cuántas vidas fuera posible. Si yo hubiera renunciado, ninguna dirección única hubiera podido ejercer esa tarea” (Karl Dönitz, “Diez años y veinte días”, La Esfera de los libros).
El problema que debía afrontar el almirante era titánico pues gran parte de Alemania estaba ocupada por ejércitos que aún perseguían sus objetivos, las comunicaciones internas eran muy difíciles, las tropas alemanas con las armas en la mano sumaban más de tres millones de hombres esparcidos a lo largo de millares de kilómetros, desde Noruega a Letonia, desde Italia a Chequia, desde Dinamarca a los Alpes y sin olvidar guarniciones de enclaves en el Mediterráneo y en la costa Atlántica. Con ser difícil, Dönitz pensaba que no entrañaría dificultades que sus tropas capitularan ante británicos, franceses o estadounidenses allí donde se encontraran; la cuestión era cómo evitar rendirse a los soviéticos en el este de Alemania, Chequia y Austria, por la amenaza de que esas tropas terminaran en campos de concentración siberianos, a lo que se añadía que esos ejércitos protegían en su repliegue hacia el oeste a cientos de millares de civiles que escapaban empujados por el avance del Ejército Rojo. En consecuencia, en Plön estudiaron las capitulaciones zona por zona, con la fortuna de que algunas la arreglaron por su cuenta, como el general Von Vietinghoff cuya capitulación en Italia, con 600.000 soldados, entró en vigor el 2 de mayo.
“Yo no soy un monstruo”
El primer trabajo de Dönitz fue consolidar su posición, rechazando la oferta de Himmler de vertebrarse en su gobierno, asunto peliagudo porque el almirante carecía de tropas, aparte de la marinería de unos pocos buques, mientras el jefe del aparato represor nazi hubiera podido movilizar millares de SS, pero el otrora todopoderoso monstruo estaba tan derrotado y confuso que ni siquiera fue capaz de organizarse una hábil huida. Tras esto, lo más urgente era llegar a un acuerdo con el mariscal Montgomery que había avanzado hasta Lüneburg, al sur de Hamburgo, para abrirle sus líneas y entregarle las tropas de Holanda, Noruega, Dinamarca y las que se retiraban de Prusia, además de los civiles que marchaban con ellas.
El día 3 de mayo, Dönitz envió a al contralmirante Von Friedeburg al cuartel general británico. Montgomery se mostró distante pero lo descorazonador fue que rechazara la capitulación parcial pues los Aliados habían acordado en Yalta, tres meses antes, que la rendición debería ser incondicional, general y ante los Aliados en pleno. Como aquello expusiera a la deportación al este de los soldados y civiles que se retiraban combatiendo a lo largo de la costa báltica, los alemanes porfiaron por hallar un resquicio negociador y, al final, lograron un gesto del altivo mariscal: “Yo no soy un monstruo inhumano”, les dijo, sin duda aludiendo a los atroces campos nazis, uno de los cuales, Bergen Belsen, donde pereció Ana Frank, había sido liberado quince días antes por su 11ª Div. Blindada. Pero “Monty” trató de compensar el terrible error de Eisenhower, que inexplicablemente había cedido Berlín a los soviéticos, por lo que, siguiendo instrucciones de Churchill, maniobró astutamente y consiguió la mejor posición geográfica con los máximos beneficios: aceptó la propuesta, conservó para occidente la frontera de Dinamarca y, para su país, lo poco que quedaba de la flota del III Reich.
Ante la indignación de Eisenhower alegó: “He obrado de acuerdo a las indicaciones de mi gobierno, siguiendo nuestros intereses militares y de acuerdo con mi conciencia”. Moscú puso el grito en el cielo, pero se resarcieron exigiendo que cada aliado celebrara la rendición parcial de cada zona con la asistencia de todos. El acuerdo se firmó la tarde del día 4 de mayo y entró en vigor al día siguiente, en que más de medio millón de hombres entregaron sus armas.
Ganando tiempo
A continuación, Von Friedeburg, se trasladó al cuartel general estadounidense en Reims donde el general Bedel Smith, ayudante de Eisenhower, le recordó Yalta: debería firmar la rendición incondicional de todas sus fuerzas ante todos los aliados, sino reanudaría la ofensiva. El angustiado negociador encontró un argumento para ganar tiempo: carecía de atribuciones para esa firma por lo que desde Plön se envió al coronel-general Jodl, vicejefe del OKW. Así, con la disimulada buena voluntad de Bedel Smith, la rendición de Reims ante todos los aliados se retrasó hasta las 2:41 del 7 de mayo. El acuerdo significaba la capitulación de todas las fuerzas alemanas, pero su entrada en vigor se retrasaría hasta a las 0 horas del 9 para cumplir el deseo soviético de repetir la ceremonia en Berlín ante sus más encumbrados generales el día 8.
Ese retraso constituyó un regalo para Dönitz, que pugnó por conducir desde Bohemia-Moravia hasta las líneas occidentales al grupo de ejércitos Centro, un millón de hombres, que protegía la evacuación de docenas de millares de civiles en situación desesperada. La población checa trataba de vengarse de sudetes, colaboracionistas y funcionarios nazis por la brutal y rapaz ocupación del país durante seis años. En las ciudades checas se dieron las más terribles escenas que puedan imaginarse: enfermeras alemanas a las que desnudaron y desjarretaron en calle se arrastraban por el asfalto tratado de escapar de sus acosadores que las apalearon hasta la muerte, personas arrojadas a los ríos clavadas en un madero, casas ardiendo por los cuatro costados con sus ocupantes dentro, hombres ahorcados en los árboles a lo largo de las carreteras o apaleados y abandonados moribundos en las cunetas. El Moldaba, crecido, arrastraba centenares de cadáveres hacia el Elba. La oleada de represalias urgió la retirada de los ejércitos alemanes obligados por la presión soviética a librar fuertes combates defensivos, con la fortuna de que las tropas rojas, eufóricas por la victoria y alejadas de sus centros de avituallamiento, no se empeñaron en impedir el repliegue.
Dönitz, establecido en Flensburgo (Schleswig-Holstein, junto a la frontera danesa) se multiplicaba para replegar a sus tropas hacia el oeste mientras procuraba no irritar a los Aliados cumpliendo sus órdenes. El 8 de mayo se le ordenó enviar una representación del máximo nivel a Berlín. La formaron el mariscal Keitel (jefe del OKW), el almirante Von Friedeburg y el general de la Luftwaffe, Stumpff, y llegaron tan tarde al cuartel general soviético que la nueva ceremonia de rendición se produjo el 9 de mayo ya de madrugada. A un lado de la mesa se alineaban los vencedores: mariscales Zhúkov (RSS) y Tedder (G.B.), generales Spaatz (USA) y De Lattre de Tassigny (F.), al otro, los alemanes. Keitel firmó uno tras otro ante los cuatro vencedores y, según el historiador norteamericano Toland, cuando llegó frente a De Lettre, comentó en voz baja, recordando que los franceses se habían rendido a los alemanes en Compiegne cinco años antes: “¡Ah, también están aquí los franceses! ¡Lo que nos faltaba!”.
Tantas firmas han provocado confusiones al datar el final de la contienda: para los alemanes concluyó a las 23:01 del 8 de mayo; para EE.UU a las 18:00 del 8 de mayo, hora de Washington; para británicos y soviéticos, a las 00 horas del 9. Pese a tanto lío, Churchill lo tenía claro: “Eso no debe impedirnos celebrar los días de hoy y de mañana, miércoles, la victoria en Europa. La guerra con Alemania ha terminado".