Última tarde con Juan Marsé
Sus historias y sus personajes están vinculados de una manera inevitable al "pálpito de las emociones"
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Con la muerte de Juan Marsé (Barcelona, 1933) desaparece acaso el último de los emblemáticos novelistas del realismo clásico español. De la estirpe de Miguel Delibes y Camilo J. Cela, en la mejor tradición secular de Cervantes y Galdós, su narrativa contribuyó decisivamente a la renovación de la literatura social de los pasados años sesenta, proyectando hacia décadas posteriores un imaginario de inquietantes atmósferas morales, entrañables personajes en busca de su desnortada identidad, una incisiva ironía de demoledora intención crítica, y su tolerante mirada sobre la condición humana. Será un niño de la postguerra entre los solares y calles de una Barcelona recreada en las “aventis”, leyendas urbanas diríamos hoy, insólitos sucesos, que alimentaban la imaginación de aquella fantasiosa infancia.
En esta narratividad oral quizá esté el germen de una escritura esencialmente vinculada al pálpito vital de las emociones, la fuerza de las anécdotas cotidianas y la importancia del azar en cualquier trayectoria humana. Mucho sabrá de esa imprevisibilidad del destino porque, tras quedarse huérfano de madre, será adoptado por un matrimonio, dejando atrás a un Juan Faneca Roca, que pasará a llamarse Juan Marsé Carbó, en un curioso giro de guión vital; la cuestión -que no problema, en su caso- de la identidad personal tempranamente vivida en carne propia. Pero no es esta la única particularidad de su idiosincrático perfil; será un reconocido integrante de la generación literaria de los años cincuenta, pero bastante diferente de la mayoría de sus miembros, porque no coincidirá en su formación con la alta cultura de Jaime Gil de Biedma o Carlos Barral, o con el proceloso misticismo de José Ángel Valente, el costumbrismo madrileño y burgués de García Hortelano, la dureza ambiental de Aldecoa, o el delicado lirismo de Ana María Matute y Carmen Martín Gaite. Rechazará siempre, con razón, la categoría de “intelectual”, porque su literatura no procede de una elaborada teorización estética, ni de posibles conceptos críticos, sino de la bien asimilada narratividad popular, de la eficaz observación de la vida cotidiana y de una perspicaz intuición para los resortes de la emotividad lectora. Participará en el activismo antifranquista de los años sesenta, pero también de modo sui géneris, con una militancia comunista más bien distante y desganada, poco acorde su carácter independiente con férreas disciplinas de partido político.
Con los años, su mantenida ideología civil se alineará en el individualismo izquierdista, la conciencia liberal, la igualdad de oportunidades y el convencido antinacionalismo. Vió muchas de sus novelas llevadas al cine, aunque con su general descontento y desaprobación de resultados. Era ya un arraigado tópico su adustez de carácter y su melancólica seriedad, así como su laconismo en las entrevistas y actos públicos, aunque, vencida una inicial timidez, fuera apareciendo por momentos su mejor faceta de conversador mordaz y ocurrente. Igualmente legendaria era su poca afición a los fastos literarios, eventos promocionales o histriónicas adulaciones de celebrado escritor. Vivió, eso sí, modestamente satisfecho del reconocimiento de la crítica académica, la fidelidad de un entregado público lector y el respeto hacia su austero compromiso social.
Personajes inmortales
Son varios los referentes que permiten confiar en la futura y creciente vigencia de la obra de Marsé. En primer lugar, la magnífica configuración de los protagonistas de sus historias; inolvidable el “Pijoaparte” de “Últimas tardes con Teresa”, el muchacho desclasado que, perteneciente al lumpen migratorio barcelonés, tantea sus posibilidades de trapicheo social y sentimental intimando con una joven de la burguesía catalana, a través de azarosos equívocos y malentendidos; su desarraigo, mala vida y picaresca actitud no esconden la entrañable ternura de su asumida marginación. Igualmente el viejo anarquista Jan Julivert Mon, de “Un día volveré”; expresidiario político, desengañado de toda violencia, superado el enfrentamiento guerracivilista, alberga, cuestionando pasadas heroicidades bélicas, el misterioso secreto de una enterrada pistola, símbolo de la anhelada reconciliación social. O el tozudo teniente Bravo, que da título al relato breve que protagoniza, empeñado en saltar impecablemente un potro gimnástico que le enfrenta a sus propias capacidades y que acabará demostrando su acendrada sensibilidad emotiva. Sin olvidar a la Montse de “La oscura historia de la prima Montse”, y su zigzagueante educación sentimental; Raúl Fuentes, el duro y desengañado policía de “Canciones de amor en Lolita’s Club”, enamorado de una prostituta; Luys Forest, el oportunista y acomodaticio intelectual de “La muchacha de las bragas de oro”, enfrentado a la radiante juventud de su desinhibida sobrina; o el pícaro Java de Si te dicen que caí, quien nos sumerge, a través de imaginarias “aventis”, en una oscura historia de guerras perdidas y olvidados exilios.
Esta entrañabilidad de los personajes no cae en el sentimentalismo o en el acrítico buenismo; por el contrario hallamos, cuando se precisa, una ácida mirada sobre tipos sociales, circunstancias históricas o episodios colectivos. Buena muestra de ello son estas contundentes palabras de Últimas tardes con Teresa, donde la voz narrativa juzga implacablemente la banalidad de parte de la contestación estudiantil contra el franquismo: “Con el tiempo, unos quedarían como farsantes y otros como víctimas, la mayoría como imbéciles o como niños, alguno como sensato, ninguno como inteligente, todos como lo que eran: señoritos de mierda.” Marsé revolucionará el perfil del convencional realismo social, incluyendo en la denuncia de injusticias y desigualdades un sorprendente componente melodramático. Amores contrariados, casuales equívocos, borrascosas sentimentalidades y lacerantes situaciones provenientes de la marginación, conforman una conmovedora narrativa de las emociones. Abunda en los protagonistas una intencionada ambivalencia entre lo vivido, lo recordado y lo inventado; se trata de una realidad mutante y huidiza, que nos lleva a leer en “Si te dicen que caí”: “La verdad nunca la dijo. Ni el mismo Java la sabía. La verdad era todavía, lo mismo que en sus aventis, aquella turbia materia que no conseguía elevarse, desprenderse del fondo.” Barcelona constituía aquí una particular geografía moral, el espacio urbano donde recrear un universo de clases sociales, la figuración de un simbólico “arriba y abajo” que mostraba la diferencia entre el acomodo y la miseria.
Un estilo directo, elaborado pero sintético, acerca eficazmente al lector a envolventes ambientes como el de las primeras palabras de “Últimas tardes...”: “Caminan lentamente sobre un lecho de confeti y serpentinas, una noche estrellada de setiembre, a lo largo de la desierta calle adornada con un techo de guirnaldas, papeles de colores y farolillos rotos: última noche de Fiesta Mayor (el confeti del adiós, el vals de las velas) en un barrio popular y suburbano, las cuatro de la madrugada, todo ha terminado.” Cuando ha terminado su vida, cabe recordar a Juan Marsé como un escritor de raza -premios Ateneo de Sevilla, Planeta de Novela, el Cervantes...-, potente fabulador de conmovedoras historias, creador de inolvidables personajes y, como muchos de ellos y a su manera, entrañable persona, encarnación literaria de la mejor bonhomía cervantina.